Uno de los nuestros
Salman Rushdie es uno de los nuestros y mejor será que no lo olvide nadie. Sobre todo, nosotros. Las cosas que distinguen al mundo democrático, una no demasiado intensa unión de sociedades que respetan los derechos del individuo, son muy pocas. La igualdad ante la Ley, el ejercicio del voto, el derecho a la opinión propia y a su manifestación, la tolerancia. Cosas así. Constituyen un lazo de unión muy endeble y, por esta misma razón, extremadamente vinculante para una sociedad libre que, no nos hagamos ilusiones, también es corrompida, cruel, poco respetuosa con la ecología y obscena.
Da lo mismo, mientras haya símbolos que nos recuerdan que, existen valores más profundos con los que luchar contra todo aquello de malo que tiene nuestro mundo y el de los demás. Mientras se recuerde que no se lucha contra la maldad suprimiendo la libertad.
Salman Rushdie es, desde hace cinco años, uno de esos símbolos. Un mal día tuvo la ocurrencia de contar una fábula sobre musulmanes con referencias no muy respetuosas al Corán. Con la iglesia topamos: desde Irán, el imám Jomeini, encaramado al autocrático e intolerante sentimiento de que él decide quién va al cielo o al infierno y, sobre todo, cuándo, lanzó una fatwa, un decreto religioso condenando a Rushdie a muerte y, lo que es peor, prometiendo el cielo a quien lo ejecutare.
Como los musulmanes integristas son un grupo numeroso y muy inestable (y creen, en efecto, que cumpliendo la fatwa, alcanzan el cielo), la comunidad civilizada se tomó en serio la amenaza e hizo dos cosas: una, apercibir al Gobierno de Irán de las consecuencias que tendría el asesinato del escritor, cosa que, teniendo en cuenta la poca credibilidad de las advertencias del mundo libre y su desmedida apetencia a hacer negocios con cuanto miserable esté dispuesto a pagar la cuenta, no asustó mucho a los iraníes. Y, dos, proteger a Rushdie con una barrera de seguridad que ha costado al Reino Unido en sueldos de vigilantes y continuos cambios de domicilio nada menos que 1.000 millones de pesetas en cinco años.
Y ahí está el problema. La gente olvida los dramas y se cansa pronto del esfuerzo solidario continuado. Siempre hay otras tragedias que remediar. El dinero empleado en proteger a Salman Rushdie podría haber salvado muchas más vidas que la suya. Es bien cierto. Pero no es su vida lo que defendemos, es lo que representa. No es justo que, al cabo de cinco años, Rushdie se haya convertido en un irritante por haber levantado una bandera que se da por sobreentendida y que permite a los demás el disfrute inconsciente del derecho a decir lo que nos viene en gana.
A menudo se olvida que, cuando se emplea dinero para impedir el asesinato del escritor, no se está defendiendo un caso aislado de infortunio; se está amparando a un símbolo. Dejar a Rushdie abandonado en las callejuelas de Londres nos haría a todos responsables de su pronta muerte.
Hace pocos días Rushdie, al aceptar la primera presidencia del Parlamento Internacional de Escritores, describía con gran belleza lo que él llama "el inmenso reino de la imaginación, los estados unidos de la mente [ ...], las naciones celestiales e infernales del deseo, la república sin trabas de la lengua". "Es un territorio mucho más vasto que el que gobierna cualquier potencia mundanal; aún así, sus defensas frente a tales potencias pueden parecer muy débiles". Por eso es imperativo que nos aseguremos de que nadie acaba con él. Se trata en cierto modo de nuestra alma.
Mil millones de pesetas son muchos para una sola alma. Un coste que el Reino Unido no tiene por qué soportar en solitario. Todos debemos pagarlo, todos los que pertenecemos a la inmensa república de la libertad y la tolerancia. La solidaridad del mundo occidental para con Rushdie (un señor más bien antipático y pagado de sí mismo) debería imponer que, con cargo a cada presupuesto, los países de la Unión Europea y Estados Unidos y Canadá y Australia e India, y todos los que no quisieran demostrar cobardía quedándose fuera, hicieran solidariamente frente a la cuenta de 200 millones de pesetas anuales. Será por dinero.
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