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¿Dónde están los mudos? desayunando

Si tuviera que definir Madrid en una frase diría que es una ciudad de mudos. Una ciudad de mudos ausentes. Una ciudad de mudos que nos hemos ido a desayunar. Mudos idos a desayunar por tercera vez esta mañana, como a lo mejor usted mismo, lector. Desayunamos por tercera vez y le mandamos decir a nuestro secretario (o secretaria), que estamos reunidos. Y es cierto: estamos reunidos. En la cafetería de la esquina, comiendo churros, comentando películas, fútbol, impuestos o vecinas: esos son, en líneas generales, los grandes temas.Mientras nosotros estamos abajo, desayunando, no hay problema: nuestra secretaria (o secretario) dice que estamos reunidos y en paz. Que vuelvan a llamar. Pero ¿y cuando son ellas las que bajan a desayunar? Porque ellas bajan a desayunar -todos los días del año, justo después de que nosotros subimos- y, en líneas generales, hablan de las cosas que importan: películas, impuestos, vecinos y fútbol. Bueno, no, fútbol no.

El problema central es que cuando mi secretaria baja a desayunar yo no puedo coger el teléfono para decir que ya no estoy reunido y que me pasen la llamada ¿Cómo voy a mandar que me pasen la llamada a mí mismo? Yo ya soy yo mismo ¿Y cómo voy a coger el teléfono yo mismo? Mis clientes pensarían que poca cosa soy si carezco hasta ese punto de Infraestructura. Desconfiarían.

De modo que entre una cosa y otra ya son más o menos las once, once y cuarto, hora en que mi secretaria vuelve de desayunar. Y hora, también, en que me suelo reunir. Esta vez en serio. Graves reuniones a puerta cerrada con clientes exigentes que a la primera sacan aquello de todo-lo-que-les-está-costando-ésto, y con mis ambiciosos subordinados, que no se cortan para entrar en la reunión en mangas de camisa y que anotan todo en una libreta como si se cubrieran las espaldas ante un futuro tribunal. En esas condiciones, ¿cómo no voy a estar reunido?

Pues no, no puedo estarlo; no siempre al menos. Hay llamadas y llamadas. Además una llamada puede ser un recurso, una finta, una estrategia. Está uno con un cliente que se siente muy hombre y que comienza a levantar la voz, y entonces entra la secretaria y dice: "Le llama don Fulano... Es urgente". Palabras mágicas. Don y urgente son palabras mágicas, siempre y cuando se pronuncien con la pausa suficientemente dramática. Pueden hacer la prueba. El cliente gallito se queda parado, y uno, después de haber liquidado la urgencia, si la hay, o de hacer una llamada para ver si ha terminado otra reunión, regresa y contraataca desde la puerta sin dejarle respirar.

Pero últimamente han inventado unos artefactos que, como tantas cosas modernas, pueden llegar a poner en peligro toda esta depurada técnica del estar reunido, mudo, ausente, y que por lo tanto atacan la esencia misma de nuestra alma madrileña y española. Sin ni siquiera ser madrileños, ni estar por tanto siempre mudos, ausentes, reunidos, los norteamericanos ya han tenido que poner coto a tanto abuso telefónico y ahora ya hay muchos restaurantes en la Quinta Avenida donde ruegan a los comensales que desconecten los teléfonos inalámbricos, como en los aviones, y muchos campos de golf donde los prohíben. Deberíamos aprender. Todavía no es demasiado tarde. Saquemos esos aparatos de nuestras vidas.

¿Por qué no dejamos de usarlos, simplemente? Pues por la misma razón que la secretaria: hoy en día un ejecutivo sin teléfono en el coche es un pobre hombre, y pronto lo será quien no lo tenga, extraplano y de diseño, en el cinturón ¿Cómo podremos decir entonces que estamos reunidos? ¿Que seguimos reunidos? No podremos ¿Cómo desayunaremos? ¿Cómo mediremos nuestro poder? Si no usamos de nuestro silencio a nuestro antojo ¿como sabrán nuestros subordinados que han caído en desgracia, que se vayan preparando? ¿Cómo haremos sufrir a nuestras mujeres, a todas nuestras mujeres? No podremos. Y lo peor de todo, probablemente tendremos que trabajar ocho horas.

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