Una memoria fragmentaria
Si hay una cuestión pendiente -al menos en su dimensión más pública- en la azarosa historia que ha marcado la gestación del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) es la articulación definitiva de un proyecto de colección y, muy especialmente, del modo como éste afronte su futuro.Coincidiendo con la celebración de Arco, el Reina Sofía presenta, con carácter temporal, una selección de obras de artistas españoles, realizadas en los años ochenta y noventa, pertenecientes a los propios fondos del centro y que, en su mayor parte, corresponden a adquisiciones o incorporaciones de otro orden, sumadas en los tres últimos años. En ese sentido, uno estaría tentado de rastrea pistas que anticiparan el criterio de ese proyecto en curso. Bien es verdad que el montaje se anuncia como meramente coyuntural y necesariamente fragmentario, con la advertencia de que saca tan sólo a la luz aquellos nombres que, en este punto del proceso, pueden considerarse dignamente representados y que, por tanto, los 33 artistas reunidos no forman sino una parte, y en una combinación seguramente aleatoria, del censo definitivo.
Arte español de los ochenta y noventa
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid.Hasta el 4 de abril.
Con todo, y admitiendo el perfil desfavorecedor que todo acercamiento prematuro a un proyecto en marcha arroja, el conjunto presentado no deja de provocar ciertas perplejidades. Sorprende, por ejemplo, que incluyendo a una figura tan atípica como la de Alfonso Galván -lo que, lejos de cuestionar, saludo como un signo muy acertado de flexibilidad- con una obra del 81 procedente del Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC), no estén algunos nombres más obvios, como Alcolea, Pérez Villalta o Quejido, de lo que los fondos del museo poseen también obras muy significativas, coetáneas o incluso posteriores, de la misma procedencia. Sorprende asimismo que, al evocar un periodo que ha estado, desde actitudes y temperaturas muy dispares, tan cargado de imágenes, éstas tengan aquí una presencia tan reducida. Aun olvidándonos de toda visión global, la valoración puntual de las adquisiciones sigue planteando ciertos interrogantes. Así -y ello enlaza con la sorpresa anterior-, el que Campano esté únicamente representado por dos obras muy tempranas, una incluso anterior al 80, sumadas además en momentos distintos a la colección, cuando parecería más oportuno que una, al menos, tradujera la compleja evolución de este artista fundamental.
Resulta muy de agradecer el buen criterio de la selección al incluir, como arte español de los ochenta y noventa, la evolución de creadores de generaciones anteriores, como Esteban Vicente, Palazuelo, Arroyo o Gordillo, reflejados además, por lo general, con obras de indudable fuste. Más extraña parece una presencia tan inusual como la de Burguillos.
Centrándonos ya en una estimación de las piezas concretas, la selección ofrece resultados de distinta fortuna. Ni Barceló -representado por una obra del MEAC y, paradójicamente, por otra en depósito- ni García Sevilla o Navarro Baldeweg obtienen, a mi juicio, su perfil más favorable. Más interesante y equilibrada es, en cambio, la representación de artistas como Baldeón, Hortalá, Irazu, Ugalde, Urzay y Begofia Goyenetxea. La instalación de Pedro Mora, que resultaba muy atractiva en su presentación en la última muestra personal madrileña del artista, parece aquí más endeble, en una disposición espacial que no le favorece.
Sin duda, los aciertos mayores se sitúan en los impactantes lienzos de Broto, Sicilia y Uslé, en las inquietantes Constelaciones, de Pepe Herrera, y, de un modo muy particular, en la soberbia pieza de Cristina Iglesias, en la espectacular instalación de Juan Muñoz y en el Impluvium, obra decisiva de Susana Solano. Lamentablemente, la inolvidable instalación de la escultora catalana padece, de nuevo, una ubicación altamente desafortunada.
Babelia
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