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Reportaje:

El año en que Clinton aprendió a ser presidente

Después de un año justo en la Casa Blanca, los estadounidenses siguen sin fiarse del todo de su líder

Antonio Caño

A bordo, del Air Force One, al regreso de su agotadora gira europea (seis países en ocho días), Bill Clinton pidió disculpas a los periodistas que le acompañaban por el frenético ritmo al que los había sometido. Aquella gente estaba realmente cansada, y no sólo de tanto viaje, sino de tanto escuchar al presidente, de tanto transmitir su mensaje y de tanto esfuerzo por resumirle a la nación lo bueno y lo malo del trabajo de este hombre que, desde que llegó a la presidencia, hoy hace justamente un año, ha tenido permanentemente en vilo a su país entre debates parlamentaríos, leyes, nombramientos y escándalos personales. Clinton es el político más prolífico y audaz que se, recuerda en el Casa Blanca. También el más contradictorio e Inconsistente. El más impredecible, como los tiempos en que le ha tocado gobernar.Para cualquiera que siga la actividad diaria del presidente de EE UU resulta obvio que Clinton sufre el complejo de la madrastra de Blancanieves; se mira cada noche en el espejo y se pregunta por qué los norteamericanos no lo quieren como él merece.En cierta medida, el presidente tiene razón. Clinton es un trabajador inagotable, un individuo de manifiesta energía y talento que dedica horas a estudiar los asuntos que aborda y los expone después de manera brillante, bien sean temas de política doméstica o internacional, desde el problema sanitario de su país hasta los aspectos internos de la política rusa.

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Su primer año no ha sido sólo una demostración de voluntad y profesionalismo, sino también un récord de medidas y leyes aprobadas, desde la legislación familiar (la que incluye el derecho a vacaciones posparto) hasta la ley Brady, sobre el control de la venta de armas, pasando por el Tratado de Libre Comercio (TLC) con México y Canadá, el GATT y el levantamiento de las restricciones sobre el aborto.

Casi ningún asunto, por espinoso que fuese, se ha escapado de la atención del presidente. Ha abordado, con más o menos éxito, el aumento de los impuestos, la participación dé los homosexuales en el Ejército, la lucha contra el crimen, la incorporación de mujeres a altos cargos del Gabinete, la política educativa, el futuro de las comunicaciones y, sobre todo, la reforma del sistema sanitario, un tema que ningún presidente se había atrevido a tocar en cuarenta años.Con ingenua honestidad, el gran éxito logrado por Clinton en estos 12 primeros meses es el de dar la imagen de que los problemas de los norteamericanos le preocupan. A diferencia de George Bush, un patricio de Nueva Inglaterra que nunca pudo transmitir proximidad al estadounidense medio, Clinton, un sureño alimentado de hamburguesas, se presenta como un hombre común. El problema es que es, quizá, demasiado común.

Muchos de sus compatriotas tienen todavía dificultades para ver a Clinton como el presidente de EE UU. Su juventud, su espontaneidad y su sencillez, combinadas con los permanentes escándalos sobre su vida sexual o sus asuntos financieros en Arkansas, su negativa a combatir en Vietnam, el recuerdo de sus cigarrillos de marihuana, sus errores en la elección de colaboradores, en general todas las dudas sobre su pasado y sobre su carácter, han hecho por ahora imposible que el pueblo norteamericano entregue su corazón a este presidente. Simplemente, sus compatriotas no se fían aún de él. Aunque su popularidad es ahora la más alta de su mandato, ya parece imposible que llegue al nivel de aceptación casi unñánime que tuvo Bush tras la guerra del Golfo o al sentoimiento pasional desatado por su héroe político, John Kennedy, pese a que su primer año fue mucho más desacertado.

Al contrario de Bush, el problema de Bill Clinton no es de comunicación. Sin ser un mago de la dialéctica, el presidente norteamericano es buen orador y posee una voz profunda que sabe emocionar. Su gran aportación en ese campo ha sido la de entender, por primera vez, la comunicación con sus votantes como una vía de doble dirección. Su invento: las apariciones en televisión no frente a los periodistas, sino frente a un público que representa al país.

Estos métodos le provocaron en sus comienzos serios problemas con la prensa de élite, aquella que controla las conferencias de prensa en la Casa Blanca. La relación entre el presidente y los periodistas ha mejorado, pero sólo relativamente. Tal vez por primera vez en muchos años, muchos observadores coinciden en que el inquilino en la Casa. Blanca. está ideológicamente a la izquierda del colectivo periodístico que lo juzga.

Es difícil situar ideológicamente a Clinton, porque, al igual que en otros asuntos, su comportamiento es contradictorio y desigual. El presidente se ha ganado la antipatía de los conservadores por subir los impuestos y abrir el debate sobre la homosexualidad, y también se ha enemistado con los progresistas por apostar por el TLC. En esos tres asuntos y en otros, además, ha zigzagueado con exceso. Ese sentido de indefinición se ha transmitido también en la política internacional. No hay grandes errores. De hecho, sus únicas dos salidas al extranjero han servido para insuflar cierto dinamismo a determinados foros demasiado institucionalizados y envejecidos, como el Grupo de los Siete o la OTAN. Su principal déficit en esta área no es que no haya abordado los problemas, como se temía, sino que en realidad no haya sido capaz de ofrecer soluciones a ninguno.

Con ocasión de su primer aniversario como presidente se han publicado decenas de artículos sobre su gestión. Nunca hubo más diversidad de opiniones. Clinton no puede todavía ser encasillado. Ha traído emoción a Washington, eso es indiscutible. Ha traído a Hillary Rodham, que tampoco se puede dejar de tener en cuenta. Pero tampoco ha sido el renovador impulsivo que prometía ser. Nadie debe darle por fracasado, porque éste no es un personaje que se rinda a la primera derrota. Clinton es hombre que sabe lo que es luchar por el éxito desde muy abajo.

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