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El azulejo polícromo de Europa

Manuel Rivas

Los federalistas románticos del siglo pasado la soñaron como capital de una Unión Ibérica en la que la voz España se diría sin marcial impostura y en la que se podría escuchar el mar desde el Parlamento. Cuando Miguel Torga, el escritor aldeano más cosmopolita de Europa, deja su montaña de Tras-Os-Montes y sube al alto de Santa Catalino, decide pulverizar la grandilocuencia barroca y escribe un libro de tres palabras: Lisboa, é bonita. Un ave de paso, Calouste Gulbenkian, el armenio que era rey del petróleo del Bósforo, quedó aquí varado para siempre, como aquel que descubre su destino en el muelle de embarque. El magnate dejó toda su fortuna al pueblo portugués, y es administrada por una fundación sin igual en Europa. El sueño del armenio hizo de Lisboa una perenne capital cultural.Ahora Lisboa se vestirá como la gran cortesana que también sabe ser, que también forma parte de su memoria. La ciudad se maquillará, será más que nunca cartel de sí misma, se ofrecerá como uno de los grandes escenarios de esa vieja ópera llamada Europa. Ya se sabe qué tipo de controversias despiertan estas celebraciones de cultura espectáculo. En Portugal, por suerte, todo se suele poetizar. También la crítica. Se oyen decir cosas tan bonitas como que la cultura "es un gato persa castrado que se pasea por los tejados de la ciudad". Será de provecho para muchos y feria de vanidades para otros. Y algo quedará, un filme de Will Wenders, o un fado nuevo surgido de las cavernas del alma, que incrementará la leyenda de Lisboa.

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Porque Lisboa es una leyenda. Esa clase de invención que hace feliz a quien la descubre y comparte, como si entre el ser de la vecindad o simple viajero existiese una forma de vínculo secreto, una melancólica hermandad. Confrontada con esa ensoñación, como la que poseyó a Gulbenkian o al protagonista del filme La ciudad blanca, la prosaica. apariencia de una gran urbe incomodada con la desmesura contemporánea parece un decorado de ficción. La Lisboa que realmente existe es la de la leyenda, esa patria saudosa, esa antesala del océano donde parecen haberse escrito todos los poemas que han conmovido al mundo.

Creo que es mucha ciudad para este título rotatorio de capital cultural europea. Le cae un poco corto, como un medallón provinciano. Hay una pequeña ciudad africana en el gran Lisboa que tiene por nombre A fim do Mundo. Hay buhardillas de Lisboa en las que los exiliados del Timor Este invadido por Indonesia sueñan con las acacias rojas que en esta época florecen en las antípodas.

Si Lisboa liberara todas las voces que tiene dentro, la ciudad de la leyenda y la ciudad real, Europa aprendería muchas cosas, descubriría su auténtica piel en la superficie polícroma del azulejo. Escucharía como suyas la filosofía campesina de Miguel Torga y los tambores de esperanza de los jóvenes africanos de esa ciudad a la que llaman El fin del Mundo. Frente a tanto escéptico europeo, ellos sí aman Europa.

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