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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fuera de reglamento

LA RENUNCIA por parte del Partido Popular (PP) a que el nuevo reglamento del Congreso obligue al presidente del Gobierno a comparecer semanalmente ante el Parlamento constituye la prueba más segura de que Aznar y los suyos están convencidos de que pronto gobernarán. Pero esa renuncia viene a recordar una de las carencias de hecho del sistema democrático español: la ausencia del presidente del Gobierno del debate político cotidiano. Ni Adolfo Suárez ni Felipe González han prodigado sus intervenciones en el Parlamento, y ambos han sido más bien reacios a las conferencias de prensa y a las declaraciones a los medios de comunicación. Sería lamentable que la actual legislatura finalizase sin inscribir entre los usos parlamentarios ese modesto avance que supondría asegurar la comparecencia semanal del presidente para responder, durante 15 minutos, a las preguntas de la oposición.Sería injusto no reconocer a Felipe González el haber establecido, sin que ninguna norma se lo exigiera, usos como el debate anual sobre el estado de la nación y la comparecencia presidencial tras cada cumbre europea. Incluso puede considerarse irreversible la práctica de los debates electorales televisivos con el principal candidato de la oposición, inaugurada, tras años de resistencia, en vísperas de los comicios de junio pasado. Pero fue precisamente en esos debates donde González prometió ir tan lejos como fuera preciso en el esfuerzo de regeneración de la vida política, comprometiéndose a impulsar la reforma del reglamento de la Cámara baja para, entre otras cosas, plasmar esa obligación de comparecencia semanal.

Las negociaciones sobre tal reforma siguen su curso, pero González ha perdido una ocasión de oro de acreditar la sinceridad de su propósito adelantándose a convertir en uso habitual esa comparecencia antes de que la norma lo exigiera. Además, nada asegura que esa reforma reglamentaria esté lista antes de varios años. De hecho, se trata del tercer intento consecutivo: la disolución anticipada de las cámaras hizo que decayera el proyecto que se debatía en 1989, y lo mismo ocurrió el año pasado con un proyecto que sólo dependía ya de su aprobación en pleno.

También se comprometió, al calor de la campaña, a hacer más frecuentes sus apariciones en los medios, pero el impulso inicial se gastó enseguida. Y como González tampoco es precisamente aficionado a viajar por España -algo que facilitaría una relación más continuada con la actualidad-, las oportunidades de conocer las opiniones del presidente sobre cuestiones de interés político son más bien escasas. En todo caso, menos frecuentes que las que ofrecen la mayoría de los mandatarios europeos. En España la cosa resulta especialmente frustrante por la fuerte personalización del poder en torno a la figura de un presidente del Gobierno que es a la vez líder del partido mayoritario y su principal activo electoral (y ello tanto en el caso de Suárez como en el de González).

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La profesionalización de la política obliga a quienes se dedican a ese oficio a prescindir, al menos hasta cierto punto, de sus inclinaciones personales. González y Aznar han tenido que superar la escasa simpatía mutua porque en su sueldo entra el que el presidente y el líder de la oposición mantengan una comunicación y un mínimo de sintonía. Por lo mismo, a quien le produzcan urticaria las ruedas de prensa no debiera dedicarse a la política, al menos en primera línea. Un régimen democrático es, ante todo, un régimen de opinión pública, y la formación de ésta es inseparable de la presencia -no atosigante, pero sí continuada, sin eclipses- del presidente del Gobierno en el debate político de cada día. Y establecer usos en tal sentido es especialmente obligado para alguien que sabe que en adelante se le juzgará, sobre todo, por la herencia -económica, pero también en hábitos democráticos- que deje a su sucesor.

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