Lope de Vega quiere saltar una tapia
Colón se ha puesto de limpio y parece que se va de boda. Galdós pasa cómodamente su posteridad arrellanado en un sillón y cubierto por una manta. En cambio, Azorín parece preguntar por qué le tocó un escorzo tan afligido, con lo que le hubiera gustado estar en Alcalá con un paraguas rojo. A Valle-Inclán se le ve satisfecho paseando por Recoletos, y Goya parece haber nacido para convertirse en estatua. Sin embargo, Pío Baroja se ha quedado con cara de esperar el autobús y Larra con semblante de vuelva usted mañana. La pose de elocuencia de Cánovas le ha dejado con la palabra en la boca para siempre, y el teniente Ruiz parece haberse inmortalizado cuando jugaba al escondite inglés. Los reyes godos de la plaza de Oriente hacen como que no se conocen, mientras que Felipe IV da la impresión de que no se resigna a haberse muerto.No sé, pero a mí me parece que a veces las estatuas quisieran decir algo. Están por Madrid encaramadas en sus pedestales y soportando la gloria y las inclemencias del tiempo sin derecho a dolerse por un desconchón. Nuestro trato con ellas se reduce a pasar delante entre un trajín de gente atareada sin apiadarnos de una mano rota o de un carámbano en la nariz. Las palomas toman el sol sobre cabezas coronadas y comen, picapedreras de la gloria, migas de pan entre las rendijas heráldicas. Las leyendas de sus pedestales se entrecruzan con grafitos y proclamas, y ahí están, como aguardando un desenlace que justifique tanta espera a la intemperie.
Si te has paseado comiendo palomitas de maíz con tu primer novio deba o del Ángel Caído y vuelves al cabo de los años con la nostalgia pisándote los talones, ves que ahí sigue ese pobre diablo enzarzado en una lucha sin cuartel, y te dan ganas de enderezar su convulsión y verle descansando del oprobio, ego te absolvo.
Pasas por la plaza de Gregorio Marañón y te das cuenta de que la gloria del marqués del Duero ha quedado reducida a una referencia orientativa cuando explicas cómo ir hasta Ríos Rosas: bajas por María de Molina y al llegar al caballo te tiras a la derecha.
Hay estatuas arrumbadas en rincones olvidados, donde el homenaje ha devenido en oprobio, que parecen pedir una muerte digna. Si tienes un día tonto y te acercas y les das una palmada en el hombro, sientes que su nariz rota es parecida al descosido que todos llevamos dentro. Y por un momento emparejas la gloria con el desasosiego, sientes que los papeles no son tan distintos y te gustaría marcharte con ella por ahí de copas.
Hay otras que han caído en una plaza céntrica y de ahí saltan a las postales y guías turísticas. Se hacen imprescindibles, la ciudad cuenta con ellas como se cuenta con un buen perfume, y entonces pierden su aspecto funerario. y adoptan un aire jovial de souvenir.
Si hubiera un referéndum entre las estatuas para ver dónde querrían estar, lo mismo salían muchas diciendo que mejor estarían guardadas bajo tierra, a salvo del desdén que les propinamos cada día a nuestro paso.
La memoria ha reducido a un gesto toda una vida y todas sus pasiones sin pedir opinión al interesado. Si las estatuas escogieran la postura con la que pasar a la posteridad, igual nos encontrábamos con que la cabra hispánica que trasmonta Arturo Soria preferiría enfilar una comisa; con que Daoíz y Velarde no querrían -y con razón- estar vestidos de romanos para siempre y que Lope de Vega preferiría aparecer saltando una tapia de noche, piedra enamorada, que vestido con hábito sacerdotal. Igual el hospiciano Eloy Gonzalo, cogido in fraganti para la gloria, hubiera preferido una posteridad menos ajetreada que la de estar todo el rato dirigiéndose a quemar el fuerte enemigo con una lata de petróleo, allá en Cascorro.
Quién sabe si más de un hombre ilustre no se vería mejor retratado llorando por un amor desesperado o temblando de miedo que ganando una guerra, echando un discurso o descubriendo un continente.
Quizá algunos bustos hubieran preferido ser estatua, y ya puestos, algunas estatuas hubieran querido alcanzar el rango de grupo escultórico. Pero si dentro de la estatuaria también hay clases, poco importa: la gloria no se mide por el volumen y calidad de los mármoles, sino por el terreno que aún no ha ganado el olvido.
Se han dicho graves palabras sobre ellas en los discursos oficiales. Testimonio de nuestro pasado histórico. Arte que emparenta la historia con la estética urbana. Pero, si te fijas bien, te das cuenta de que cambiarían un siglo de gloria por una caña de cerveza. No son aficionadas a dar consejos, pero, si te paras y escuchas, igual te dicen: vive, imbécil, ahora que puedes.
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