Marcas gimnásticas
El pabellón deportivo de Enric Miralles en Alicante rompe récords de audacia experimental
Con el Centro de Gimnasia Rítmica y Deportiva, Miralles bate marcas. Tras el hundimiento de la cubierta del Palacio de los Deportes en Huesca, todas las miradas estaban pendientes de su edificio en Alicante, con el que aquél formaba pareja. Inaugurado con motivo de los Campeonatos del Mundo de Gimnasia Rítmica, el Centro de Alto Rendimiento de Alicante ha señalado la cota más alta de atrevimiento estético y estructural del joven arquitecto catalán: una cota, tal vez, demasiado alta.El enorme artefacto con aspecto de catástrofe ferroviaria es, desde luego, una obra apasionante por su complejidad insensata y su inesperado lirismo: nada está, resuelto de la manera habitual, y todo en él -las circulaciones laberínticas, las rampas y muros inclinados, las cubiertas inestables- sorprende, inquieta y conmueve. Pero ese más difícil todavía de Miralles, que obliga a contener el aliento ante la arriesgada pirueta del diseñador trapecista, deja un poso inevitable de malestar.
Los dramas financieros de estos días han hecho que Ernesto Ekaizer recuerde en estas páginas una máxima ya clásica: "El negocio de la banca tiene que ser sencillo; si es difícil es que está mal". Resulta tentador aplicar esta receta económica a la arquitectura: "La construcción debe ser sencilla; si es difícil es que está mal". A fin de cuentas, en la economía de medios -materiales, técnicos, y aun estéticos- se fundamentó la revolución moderna de la arquitectura, y en esa austera disciplina se han educado la mayor parte dé los arquitectos contemporáneos. Aunque las revisiones de las últimas décadas hayan desdibujado un tanto el rigor puritano del credo moderno, pocos profesionales dejarán de sentir intranquilidad ante las innecesarias proezas de Enric Miralles.
Puede argumentarse que el propósito de esta arquitectura desequilibrada y rota es precisamente el de dar expresión formal a una época histórica de fracturas y mudanzas, y que no pretende sosegar al espectador, sino, por el contrario, ser una fuente de ansiedad, incertidumbre e inquietud. Frente al arte conformista, narcótico y sedante, la belleza violenta de esta arquitectura difícil obliga a mirar de otra manera, pone en cuestión nuestros hábitos y certezas, y remueve los limos plácidos de la costumbre edificada.
Sin embargo, en cuanto arte público de uso colectivo, disfrute plural y financiación ciudadana, cabe legítimamente preguntarse por la pertinencia civil, en la arquitectura, del malabarismo estético y estático, probablemente sugerente, pero sin duda nunca gratuito. Hacerlo todo de la forma más difícil es una manera de explorar los límites del comportamiento de los materiales y de la imaginación del diseñador; pero lo es también de tantear los límites de la tolerancia de los usuarios y del bolsillo del cliente, nunca por cierto demasiado bien protegido cuando se trata de un cliente público.
Es verdad que la sencillez aparente de muchas arquitecturas obliga a complejísimos esfuerzos de ocultación, y que en la mayor parte de los casos el minimalismo estético equivale a un maximalismo económico; y es verdad asimismo que la facilidad es con frecuencia engañosa, ya que habitualmente proviene de la práctica y del esfuerzo continuado. Ahora bien, ninguna de estas consideraciones sobre el carácter equívoco de la sencillez o la facilidad es aplicable al camino complicado y difícil emprendido por Miralles.
En su caso el generoso talento plástico del que está dotado amenaza con hacerle morir de éxito. La complacencia en su virtuosismo caligráfico, trasladado en Alicante al terreno estructural, suministra convincentes metáforas constructivas de los ejercicios coreográficos de las gimnastas, de sus fintas aéreas y sus cintas ondulantes; pero todas adolecen de un manierismo tan extremo que el contraste con el tosco desaliño de los ensambles de los materiales produce desaliento. Hay un desajuste desconcertante entre la agilidad ingrávida del trazo y la brutalidad musculosa de la construcción, como si una de esas niñas gimnastas intentara reproducir sus volatines con un cuerpo ya adulto.
Enric Miralles, con obras como el emocionante cementerio de Igualada -que proyectó, como el pabellón de Alicante, con su entonces esposa Carme Pinós-, forma ya parte de la historia de la arquitectura española. Sin embargo, sería paradójico que a sus 38 años tuviera más pasado que futuro, y eso es precisamente lo que puede ocurrir si se obstina en mantenerse como un niño interminable, superdotado y caprichoso, genial y narcisista, un Peter Pan veloz que se aferra tenaz a un tambor de hojalata. Sus textos pueden ser herméticos, sus explicaciones confusas, sus líricos dibujos difíciles de interpretar; pero sus edificios no pueden ser construcciones autistas.
Es posible que su pabellón de Alicante sea tan artificioso como la propia gimnasia rítmica, tan espectacular como los últimos años de la prosperidad española, tan extravagante como los dispendios públicos de esa época, y tan experimental, vanguardista y avanzado como todos hemos creído ser en el periodo más eufórico de la historia reciente de este país. En ese sentido, sería un digno representante del fin de fiesta que ahora vivimos, comparable, quizá, en su desmesura provocadora, con otra polémica obra de la Comunidad Valenciana, la reconstrucción del teatro romano de Sagunto, muy diferente en sus fidelidades ideológicas y plásticas, y muy similar en su insensatez valerosa y arrojada.
Pero hoy en España están exhaustas las arcas públicas , y agotado el caudal de confianza que el público otorgó, al diseño innovador. Los arquitectos no pueden contar en el futuro con carta blanca y pólvora del rey. Si esta profesión espera jugar un papel en los años venideros, habrá de reconciliar su voluntad artística con una vocación de servicio casi olvidada en el pasado inmediato, con el talento organizativo y con la competencia técnica.
Los ochenta hipertrofiaron el componente plástico de la construcción, reduciendo con frecuencia los edificios a imágenes, y engarzando la arquitectura con el mundo de la publicidad y de la moda. Hemos visto a los grandes estilistas ofreciendo su imagen y su marca, y hemos tenido ocasión de contemplar a Norman Foster anunciando Rolex; a Michael Graves vendiendo Miele y Hush Puppies; a Jean Nouvel en la publicidad de Swissair y a Ricardo Bofill en la de Renault o American Express; y a Frank Gehry vestido de jugador de hockey para anunciar los muebles de Knoll. Los arquitectos han vendido productos lo mismo que proyectos o ciudades -un proceso que Eric Röhmer retrata con lucidez y ternura en El árbol, el alcalde y la mediateca- y han acabado confundiendo las palabras con los ecos, y mezclando la necesidad con la seducción.
Aunque sería ridículo ignorar la importancia contemporánea de las imágenes y las marcas publicitarias -es una curiosa y divertida coincidencia que precisamente Alicante haya sido elegida por el Gobierno como sede de la Oficina Europea de Patentes y Marcas- la fagocitación de la arquitectura por el marketing ha llegado probablemente a un punto de saturación tal que ya sólo cabe esperar que la publicidad regurgite ese menú excesivo e indigesto. Fascinados por su imagen en el espejo cóncavo del glamour, algunos arquitectos se han arrojado voluntariamente a ese vientre generoso y sombrío, donde, como Miralles en su vértigo caligráfico, se entregan a placeres solitarios. Pero el gran cetáceo de los ochenta está llegando al término de su travesía, y en su interior acampan muchos jonases listos para abandonar la bóveda solipsista de un oscuro firmamento de marcas.
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