Fiestas de guardar
EL NUEVO año ha iniciado su curso trayendo con sigo un cambio comercial que puede tener una incidencia acusada en los hábitos de compra e incluso en la forma de vida de los consumidores españoles: la regulación de los horarios comerciales acordada por el Consejo de Ministros en su última reunión, el pasado 29 de diciembre. El decreto ley con el que se ha puesto en marcha dicha medida, en tanto se elabora de forma más reflexiva y pausada la definitiva ley de comercio, pone fin a la era iniciada por el decreto Boyer en 1984, caracterizada por una amplísima libertad de comercio, prácticamente sin parangón en Europa.El núcleo del nuevo decreto lo constituye la implantación de un límite de apertura comercial de 72 horas a la semana, de lunes a sábado, y de un mínimo de ocho domingos y festivos al año, ampliable por las comunidades autónomas de acuerdo con sus hábitos y características propios. Dicho decreto es, pues, restrictivo respecto a la libertad horaria total vigente hasta ahora en la mayor parte de España, pero, al Mismo tiempo, es liberal respecto de la situación existente en aquellas autonomías caracterizadas por un fuerte intervencionismo comercial. A partir de ahora, estas autonomías deberán permitir en sus territorios un mínimo de apertura comercial de ocho festivos al año.
La razón última de dicho decreto no parece ser estrictamente comercial, sino política: intentar poner fin a la guerra que libran entre sí desde 1984 el sector del pequeño comercio y el de las grandes superficies. De darse, este efecto pacificador del decreto puede ayudar a que la ley de comercio se elabore en un clima sosegado a lo largo de 1994. Pero no elimina los problemas de fondo que alienta el contencioso entre ambos sectores.
El pequeño comercio, que agrupa a medio millón de minoristas, atribuye a la libertad de horario todos sus males: el cierre de miles de tiendas de barrio y la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo durante los dos últimos lustros. Y ello en beneficio de los grandes centros comerciales, mejor pertrechados financiera y organizativamente para hacer frente a las nuevas necesidades del consumidor. Éstos, por su parte, han puesto el grito en el cielo ante los efectos moderadamente restrictivos del decreto sobre sus horarios de venta en festivos, en los que obtienen entre el 20% y el 25% de sus ingresos. Auguran que esas medidas provocarán la pérdida de 9.000 empleos en el sector.
Los efectos terapéuticos del decreto sobre la crisis del pequeño comercio serán nulos. Su patrocinador, el ministro de Comercio y Turismo, Gómez-Navarro, reconoce que la causa fundamental de tal crisis no es la libertad de horarios, sino la falta de adaptación del sector a los nuevos hábitos de consumo. En esto coinciden todos los expertos. Las dificultades del pequeño comercio para dar réplica a las grandes superficies provienen de causas estructurales implícitas en los mecanismos de la economía de mercado. Pueden ser aliviadas con apoyos públicos e incentivos fiscales, pero ningún decreto las hará desaparecer.
El decreto es una medida provisional, tal vez justificable por motivos de orden público. Pero no puede ser enarbolada, ni en su espíritu ni en su letra, como referencia válida para la modernización de las estructuras comerciales y, en general, de la vida económica. Contradice la preferencia del consumidor por la más amplia libertad de horarios. Y contra eso no hay decretos que valgan.
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