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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Plazos fijos ante un futuro incierto

LA UNIÓN Europea ha iniciado la etapa decisiva hacia la moneda única con la mirada puesta en un futuro incierto. La entrada en vigor del Tratado de Maastricht ha permitido que los Doce inauguraran anteayer la segunda fase de la unión económica y monetaria (UEM), la más decisiva dentro del proyecto de crear un banco central europeo y una sola moneda que permita obtener el máximo rendimiento al ya vigente, pero aún muy imperfecto, mercado único. Pero si bien la construcción europea continúa avanzando según el calendario acordado, el impacto de la crisis ha difuminado los plazos impuestos para esta gran reforma.Cuando los Doce decidieron embarcarse en el proyecto -la primera piedra del reto monetario se puso en junio de 1989, en la cumbre de Madrid-, la construcción europea vivía la euforia del mercado único, que finalmente entró en vigor el 1 de enero de 1993 y que ahora, en 1994, con el llamado Espacio Económico Europeo, se amplía a Austria y a cuatro de sus socios nórdicos de la EFTA (Suecia, Noruega, Islandia y Finlandia). Siguiendo la lógica del máximo beneficio, del mercado sin barreras surgió el proyecto de la moneda única y de una política monetaria común que permitieran ahorrarse los costes de tipo de cambio -que absorben más del 4% de la facturación de las empresas europeas-, pero, sobre todo, que dieran a Europa una divisa poderosa con la que enfrentarse en condiciones de igualdad al dólar y al yen.

Francia y otros socios comunitarios vieron en la unión monetaria un modelo equilibrado para librarse en parte del predominio económico de Alemania. Concluyeron que de esta forma podrían sustituir el diktat del marco por una moneda compartida y ensayar un modelo de crecimiento que no fuera cautivo de la estabilidad monetaria germana. Alemania impuso a cambio una convergencia económica y un modelo de decisiones monetarias ajustado a su propio concepto de crecimiento. Al abrigo de la autonomía del banco central alemán se diseñaba un modelo de banco central europeo prácticamente independiente de las decisiones de los Gobiernos de los Doce y de la propia Comisión Europea.

Con la caída del muro de Berlín, la reunificación alemana y el terremoto político habido en Europa central y oriental, la Comunidad Europea trasladó su entusiasmo al campo de la política exterior, la integración y las decisiones conjuntas en materia de inmigración, justicia y policía, y se embarcó en el proyecto paralelo de la unión política.

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Alemania exigió compensaciones y torció su inicial resistencia a la unión económica y monetaria a cambio de convertir a Europa en una potencia política, con "una sola voz" en el exterior, que permitiera ejercer su liderazgo sin desventajas frente a las dos potencias nucleares europeas (Francia y el Reino Unido), miembros permanentes, con derecho a veto, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Esquizofrenia monetaria

Las economías europeas vivían hasta diciembre de 1991, fecha de la aprobación del Tratado de Maastricht, en el esplendor económico, y el ajuste de la moneda única se les antojaba llevadero. Hoy, los Doce, con intensidad diferente, están inmersos en la crisis y mantienen una situación monetaria esquizofrénica. Ante la maniobra concertada de los especuladores internacionales doblaron la rodilla de la devaluación y desde el pasado mes de agosto la Unión Europea vive en un remedo de Sistema Monetario Europeo. Dos divisas de países grandes (la libra esterlina y la lira italiana) siguen aún fuera del SME. La dracma griega ni siquiera ha llegado a pertenecer nunca al sistema.El anteriormente vigente margen de fluctuación -el 2,25% de banda estrecha obligatorio para la mayoría y el 6% de banda ancha del que se beneficiaban el Reino Unido, España y Portugal- no ha quedado reducido al 1% como anticipo de la moneda única. Por el contrario, la realidad hoy es que la horquilla de variación está en el 15% como protección ante posibles nuevas tormentas, monetarias.

El ajuste para contener la inflación, recortar la deuda y domesticar los déficit públicos se ve condicionado por la imperiosa necesidad de acudir a las inversiones públicas como remedio para reactivar la economía y generar empleo ante la profundidad de una crisis que en algunos países está teniendo una virulencia imprevista. El propio Libro Blanco de Delors aprobado en la última cumbre europea de Bruselas es el mejor ejemplo de que la flexibilidad impuesta por la coyuntura ha venido a sustituir en parte la rigidez del modelo decidido en su día. Los Doce cuentan con el recién nacido Instituto Monetario Europeo como instrumento para coordinar sus políticas monetarias y acercarse así al objetivo fijado para el día en que la Unión Europea disponga de una sola moneda o un sistema de cambios fijos.

La cita inicial está acordada para 1997, después de que, en contra del criterio de la Comisión Europea, los Doce optaran por una fase de transición larga, de lenta acomodación de las economías a un proyecto que el presidente Jacques Delors había concebido vinculado especialmente a la decisión política. En 1990 fue España la que convenció a sus socios comunitarios de la conveniencia de un proceso largo de transición y de la pertinencia de un retraso.

La insistencia de Carlos Solchaga, entonces ministro de Economía, llevó al acuerdo de retrasar esta segunda fase de 1993 a 1994. Su tesis de que la, unión monetaria exige una transformación más importante que el mercado único sirvió para adoptar una segunda fase de cuatro años en lugar de dos. Para los Doce, este pacto fue a la vez una forma de ganar tiempo y convencer a los países más reacios, como el Reino Unido y Dinamarca, de la conveniencia de integrarse en este proyecto.

Ahora es de nuevo el Gobierno español el que evita que los futuros socios comunitarios -Austria, Suecia, Noruega y Finlandia ya están negociando el ingreso- puedan ya en 1997 sumar sus votos para conseguir una mayoría y lograr así una masa crítica capaz de decidir que una parte de la Unión Europea ponga en vigor la moneda única. La segunda cita, ya obligatoria, que figura en el Tratado de Maastricht es diciembre de 1999.

Pero antes los socios de la Unión han de contar con dos- años de estabilidad monetaria y cumplir con unos criterios de convergencia que hasta ahora, en lugar de reducirse, no han dejado de ampliarse. Por el momento, el criterio común es que para llegar a la moneda única lo primero es acabar con la crisis que sacude a toda la Unión Europea. Si el final de la crisis no se logra en común -y algunos países, como España, corren, realmente peligro de quedar desenganchados en la recuperación que, según los más optimistas, ya se perfila-, los obstáculos no harán sino aumentar.

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