Caballo de leyenda
En tiempos de recesión, ya se sabe, el dinero busca refugio en el valor seguro. Pues bien, la misma ley rige en el mercado del arte, que, ante sus propias vacas flacas, tiende a apostar al caballo ganador. Claro que, como en la hípica, los caballos favoritos varían, de generación en generación, al albur de los vaivenes del gusto.La historia de las cotizaciones artísticas encierra, en ese sentido, jugosas paradojas. Aquellos coleccionistas que, a finales del pasado siglo, pagaban en 70 millones de francos las telas de Bouguereau, apenas daban unas decenas de miles por un Monet o un Degas. Hoy, sus herederos les agradecerán, sin duda, ante todo, la inversión más modesta.
Pero el gusto impone también reglas particulares al comportamiento del mercado del arte y, muy especialmente, a ese equívoco y caprichoso termómetro que son, caso aparte, las subastas.
El perfil de caballo ganador puede coincidir -aunque no de modo estricto- con figuras de la más alta significación historiográfica, pero artistas de importancia equivalente no siempre reciben el mismo trato en el favor y las ansias de los coleccionistas. Influye ahí, de modo decisivo,- la aureola mítica que rodea a ciertos creadores y que hace que su impacto social exceda, con creces, a la atención que comúnmente despiertan los asuntos del arte. En tales casos, el furor de las apuestas suele disparase hasta niveles insospechados.
Son ejemplo de ello, en el arte contemporáneo, figuras como Van Gogh, con su contagiosa leyenda trágica, y, desde luego, Pablo Picasso, arquetipo universal por excelencia del genio de nuestro siglo. Una encuesta realizada en 1938 para identificar al personaje vivo más conocido por el gran público le otorgaba ya el primer lugar, a mucha distancia de sus inmediatos seguidores, Chaplin y Hitler.
Sumando a su protagonismo incuestionable en el arte de nuestro tiempo ese otro espacio de excepción que ocupa en el imaginario colectivo, Picasso se convierte en referencia de valor entre las cotizaciones del mercado de arte, y no sólo de este siglo.
Por supuesto, no fue siempre así. Aunque la historia del coleccionismo de vanguardia le otorga pronto un trato de favor, el proceso tiene diversas etapas. Gertrude Stein pagó tan sólo 1.200 francos, en 1911, por La mesa del arquitecto. Pero apenas tres afios más tarde, en vísperas de la primera gran guerra, Kahnweiler vendería ya, en 11.500 y 16.000 francos, Les bateleurs y El acróbata de la bola. Ambas telas corresponden al periodo rosa, que, con el azul, sigue siendo, incluso hasta los ochenta, la etapa que concentra, por encima de otras de trascendencia artística incontestablemente superior, los mayores récords del artista. El precio alcanzado era, de hecho, inusitado para la época. Cuando el modista y coleccionista Jacques Doucet compra, en 1925, las míticas Señoritas de Avignon por25.000 francos, paga, en definitiva, con relación al franco de 1914, una cantidad sensiblemente inferior.
El verdadero gran salto se inicia en 1937, cuando el marchante Germaine Seligman adquiere Las señoritas a la viuda de Doucet en 150.000 francos, triplicando el valor inicial, y lo revende meses más tarde a su actual propietario, el MOMA de Nueva York, por 28.000 dólares. En ese momento, la cotización de Picasso se codea ya con las de Renoir o Monet, y su ascensión será imparable. Tres décadas más tarde, el proceso llega a su cenit. Madre e hijo -de la época azul, por supuesto- alcanza en el mercado neoyorquino la cifra récord de 150.000 dólares. En equivalencia de valor, es 32 veces el precio pagado por Doucet el año 25. Picasso ha superado la cotización de los mejores Courbet y se acerca a la de Durero. Va a cumplir 80 años, pero ha entrado ya, desde hace tiempo, en los dominios de la leyenda. ¿Quién no apostaría por ese destino incomparable? .
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.