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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dinamitar puentes

EL GOBIERNO parece decidido, ¡por fin!, a atacar en serio el tema de los puentes laborales, aunque no podrá hacerlo hasta el próximo año, porque el calendario laboral de 1994 ya está cerrado. La Iglesia católica está dispuesta a dialogar con el Gobierno para que las fiestas religiosas no se conviertan en pretexto para días de ocio suplementarios, y los empresarios han afirmado que cada cierre del país por puente produce una sangría productiva que, en el marco de una economía abierta, es un regalo inapreciable a nuestros competidores y una amenaza a nuestro bienestar.¿A qué se debe, pues, que algo sobre lo que todos parecen estar de acuerdo no se haya llevado todavía a la práctica y haya cristalizado en otro rasgo diferencial español respecto al resto de las sociedades europeas más desarrolladas? Quizá a que el Gobierno no está tan decidido como parece, ni la Iglesia tan dipuesta al diálogo como dice, ni los empresarios tan convencidos de que los puentes sean tan nocivos para la economía como afirman. Si las actitudes y criterios manifestados en las fracasadas negociaciones de 1988 para trasladar al lunes la fiesta de la Inmaculada van a servir de pauta a las que se anuncian, es improbable que se llegue a un acuerdo.

En 1988, la CEOE no dudó en considerar inocuo para la economía nacional, quizá por reflejos antigubernamentales o por fervores eclesiásticos, el mantenimiento del día 8 de diciembre como día feriado (es decir, lo que cinco años más tarde la patronal guipuzcoana Adegui considera que ha ocasionado unas pérdidas de 300.000 millones de pesetas). La Iglesia se atrincheró en argumentos exclusivamente religiosos, blandidos más bien como residuos del nacionalcatolicismo, para oponerse a los que aconsejaban el traslado de dicha festividad al lunes, tildados éstos de economicistas sin alma. Y el Gobierno, en la línea de la menor resistencia, se avino a una actitud concesiva, como si la economía nacional o la organización del sistema productivo no fueran asuntos demasiado serios como para dejarlos sólo en manos de los empresarios de la CEOE y de la Conferencia Episcopal.

Cualquier debate que se abra respecto de este asunto debe partir del sinsentido que supone que el país se pare de vez en cuando, durante cuatro o cinco días seguidos, por causa de un calendario festivo mal diseñado y, en todo caso, demasiado enfeudado a tradiciones religiosas, respetables sin duda, pero que no pueden convertirse en pauta de comportamiento social para todos los españoles en el marco de un Estado no confesional. Los criterios económicos no pueden de ningún modo imponerse de forma absoluta sobre los sociales o religiosos, pero una sociedad organizada como la española, que aspira al bienestar, no puede permitirse el lujo de desperdiciar alegremente jornadas de trabajo y regalar a los demás el tiempo y la competitividad que necesita para que esa aspiración sea una realidad.

Frente a este objetivo no hay argumento que valga: tradiciones regionales, santos patronos, intereses gremiales o turísticos, reticencias históricas y miedos a los grupos de presión que pueden ver significados misteriosos a fechas sospechosas, deben acomodarse o superarse en aras de un calendario festivo razonable, que no fomente la inactividad laboral y que haga lo que hacen la mayoría de los países europeos: acumular o arrinconar los fiestas de entre semana -religiosas o civiles- a los sábados o a los lunes a fin de no romper el ciclo laboral, seriamente perturbado por ellas. ¿Quién puede y en virtud de qué argumentos oponerse a que algo tan elemental se lleve a cabo en España?

Cuando existen una recesión como la actual y tres millones y medio de personas en nuestro país están en paro, obligadas a transitar por todo un viaducto ocioso contra su voluntad, la sinrazón económica de los puentes se hace todavía más elocuente. Ni la economía ni el ritmo de trabajo que ésta requiere de todas sus fuerzas nos permiten seguir aceptando con alegría que se pierdan semanas y millones de horas cuando se encapricha el calendario.

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