El amor de la lenaua
Nos reunimos en un café del viejo Bilbao, pocos meses después de la muerte de Franco. Éramos seis escritores en ciernes, tres guipuzcoanos -Atxaga, Iturralde y Ordorika- y tres vizcaínos -Ertzila, Sarrionandia y yo-, con escasa obra a nuestras espaldas. Aquella tarde nació la banda Pott, un grupo literario con un programa muy modesto: queríamos escribir en vasco sin someternos a consignas políticas. La revista que comenzamos a editar entonces se caracterizó, durante sus cinco años de andadura, por el desconcierto y la ingenuidad. Pero creó escuela. El tiempo se encargaría de sacar a la luz las diferencias en gustos e ideas que los seis nos esforzábamos en reprimir. Yo fui el primero que se alejó, persuadido de la esterilidad de mi brega con una lengua que jamás se asomaba a mis sueños.El destino de los otros fue diverso. Ordorika se pasó a la música folk. Ertzila siguió una trayectoria errática hasta recalar en la teoría de la radiodifusión o algo parecido. Sarrionandia entró en ETA, fue detenido y se fugó de la cárcel de Martutene en 1985. Desde algún lugar lejano enviaba a las editoriales sus poemas, cada vez más tétricos, cada vez más espaciados. Sólo Atxaga e Iturralde continuaron publicando con regularidad. Nuestra dispersión reprodujo a pequeña escala y fatalmente -pese a nuestras reiteradas declaraciones de apoliticismo- la división política de toda una generación vasca, la generación del proceso de Burgos.
Los jóvenes vascos de hoy lo ignoran casi todo acerca del franquismo y del consejo de guerra que condenó a muerte a Mario Onaindía y a cinco de sus compañeros, pero leen con entusiasmo a Bernardo Atxaga. Han vivido en medio de una disparatada violencia y del embrutecimiento moral. Sin embargo, descontando un sector minoritario que no lee siquiera los rótulos de los bares donde urde sus salvajadas, desconfían de los fanáticos. Más o menos pacifistas, ecológicos y euskaldunes, parecen encontrar en los relatos de Atxaga una imagen virginal y mágica de un país que, desde luego, nunca fue el suyo. Probablemente se les escapa la complejidad del universo simbólico del autor y no es fácil que entiendan la sutileza de sus parodias. No por ello deja de ser Atxaga, con sus decenas de miles de ejemplares vendidos y devorados por el público surgido de la alfabetización escolar en euskera, el fenómeno más relevante de la historia de la literatura vasca.A sus 42 años, Bernardo Atxaga es ya un clásico del idioma. Junto al rezagado poeta medieval Bernard Dechepare, al tratadista barroco Pedro de Axular y al escritor bilbaíno Gabriel Aresti, mentor de sus años de juventud, representa el rescate de la lengua viva, exenta de la pedantería purista de los neologizadores que sumergieron las letras vascas en una jerigonza ilegible. Quizá la condición de clásico sea un don amoroso de la lengua, concedido a quienes saben servirla, como Bernardo Atxaga, uniendo la elegancia de la mejor tradición literaria con la frescura del habla popular.Jon Juaristi es escritor.
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