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Carrero, en negro

Hace veinte años yo tenía veinte años. Nunca pensé hacerme tan mayor. Tampoco pensé que un día de diciembre de aquel año tan frío de 1973 fuera a ser tan referente, tan importante y tan simbólico para los que entonces teníamos veinte años ni para los que ahora los disfrutan. Yo era un instrumento de la subversión, un decadente, un libertino, un melenudo. Una "pequeña bestia" a la que, sin duda, habría que eliminar para que el orden, el Movimiento y el Estado siguieran los deseos de Carrero, el continuador. El lado negro del franquísmo, si es que alguien logra ver un lado blanco.Hace veinte años yo era un rojo de la línea heterodoxa, de los "melenudos trepidantes", según la definición del almirante que ahora rescata Tusell. Me gustaban Jimi Hendrix y Audrey Hepburn, Buñuel y Pink Floid, Cioran y León Trotsky, los cronopios y los hippies de Amsterdam, Pau Riba y la II República. Como se puede observar, estaba dentro de la más pura línea de los antiespañoles, antipatriotas, masones, liberales y subversivos.

Aquella mañana hacía una cola que daba la vuelta a la plaza de las Salesas. Hacía frío, disimulábamos nuestro miedo, nos reconocíamos en nuestra desobediencia aunque, más que nada para despistar, lleváramos corbata. Esperábamos poder entrar a un juicio con nombre de odisea a la española: el 1001. Unos cuantos subversivos sindicalistas esperaban juício y condena por tener la osadía de querer organizarse sindicalmente. La mañana madrileña tenía en el aire algo especialmente tenso y frío; algo que no venía de las montañas nevadas de la sierra. Había algo más profundo, menos hímnico, que nos estaba esperando.

Llegó la noticia sigilosa y confusa. Carrero había volado a muy pocos metros. Se nos olvidó el frío, por dentro el futuro nos abrasaba, nos quemaba la incertidumbre y la esperanza de que ya nada sería lo previsto. Un esbirro de aquellos que odiaban a los de las músicas trepidantes, los melenudos, los maricas y los demócratas en general; un servidor de aquel desorden -al que llamábamos Billy el Niño- nos invitó a pasar la noche en la Puerta del Sol, en los siniestros sótanos de la DGS. ¡Quien los ha conocido sabe de qué hablo!

Vivo muy cerca de esos sótanos. Ya no siento el escalofrío de aquel día de diciembre de hace veinte años. Me gusta que allí, sobre sus sótanos, pase muchas horas un presidente llamado Leguina; ayuda a espantar mis fantasmas. Me gusta vivir en una ciudad injusta, destartalada y simpática donde no habite Carrero. Los cronopios somos así.

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