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Intereses privados, espacios públicos

RAMÓN VALLS NAVASCUÉS / ANDRÉS LOISEAULos autores de este artículo responden a las críticas que Luis Fernández Galiano hizo en estas páginas al proyecto para la Asamblea de Madrid. Plantean un debate sobre lo privado y lo público en materia urbanística

En EL PAÍS del 19 de noviembre pasado vimos con satisfacción la fotografía del nuevo proyecto de la Asamblea de Madrid que ilustraba el artículo Madrid, madriguera, de L. F. Galiano. Somos conscientes de la urgente necesidad que nuestra sociedad tiene de contar con debates públicos sobre arquitectura y ciudad. Pero en ese marco de favorable disposición, tras una detallada lectura se nos reveló una inevitable certeza: para criticar un proyecto es necesario, al menos, conocerlo.Como parte integrante de los numerosos profesionales, algunos de reconocido prestigio y todos de probado oficio, que han transitado por la Oficina de Proyectos Instucionales de la Consejería de Política Territorial de Madrid, y como responsables de un cúmulo de obras y proyectos de diversa envergadura que, con mayor o menor fortuna, se distribuyen por todo el territorio de la comunidad, creemos conocer sobradamente lo que significa la intervención pública y sus complejos mecanismos de interacción, ya sean ministerios, políticos, ayuntamientos, vecinos, usuarios y, en general, todos los agentes sociales que gestionan, financian, usan, mantienen, construyen o inciden sobre el hacer público de la arquitectura.

Como usuarios, a la vez que sufrimos los errores y disfrutamos de los aciertos de obras públicas y privadas, sentimos una angustiosa orfandad ante las transformaciones de nuestra ciudad. Pero como profesionales de la arquitectura entendemos que nuestro deber es justamente no "ignorar los desafueros cotidianos perpetrados contra esta ciudad" y, además, expresarnos con la mayor claridad posible sobre el problema urbano, forzando a que las críticas se vuelvan operativas. Por ello creemos que es importante ser más precisos al hablar de la ciudad, enunciando siempre en qué posición se sitúa el crítico para evitar la esquizofrenia de esta profesión en la que conviven el profesional liberal y el planificador estatal.

La disciplina arquitectónica no está exenta de la crisis de las ideologías que acompaña a este fin de siglo. Por su carácter constructivo, la arquitectura se ha transformado en un sólido testimonio de las diferentes modas, visiones o, simplemente, maneras que tiene el ser humano de pensar el mundo. Testimonio que no es otra cosa que un reflejo material acumulado en forma de ciudad y superpuesto en una cronología aleatoria. Una ciudad que perdió su carácter defensivo u ornamental y pasó a ser objeto de estudios (sociología, ingeniería, higiene, geografía), creando ya hace más de cien años su propia ciencia: la urbanística. Ciencia que, imbuida de un espíritu positivista e idealista,

legó a formar arte del campo de batalla del ensamiento moderno, corresponiéndole a cada misión del mundo un modelo distinto de hábitat.

Desde entonces, sociedad ideal y ciudad ideal son el correlato de las audaces relaciones entre utopía y movimiento moderno, fuente de todas las ideas sobre reforma urbana. Mientras tanto, los sistemas políticos, económicos y sociales evolucionaron, cambiaron o murieron arrastrando consigo las visiones que los legitimaban, provocando con ello un vacío en muchos de los discursos sobre lo urbano hasta convertirlos en meros simulacros.

Hoy, bajo la ley omnipresente del mercado, es mucho más difícil imaginar el espacio para un proyecto de ciudad diferente que incluya, además, una transformación social y cultural. La crítica, entonces, debería evitar el cierre de los caminos que se abrieron con la idea de reforma. También es difícil pensar en mecanismos de control urbano planificado, dadas las tendencias actuales a olvidar lo público y a plantear la ciudad desde unos usos privados y descentralizados, ya sea con la utopía informática o simplemente suscribiéndonos a la teoría del caos.

Así es como nos encontramos ante posturas enfrentadas del liberalismo político que desconfía de los mecanismos naturales que le propone el propio liberalismo económico hasta las crisis de los modelos intervencionistas que arrastra el pensamiento de izquierda; para no hablar de los binomios democracia-mercado, técnica-política, sociedad-Estado, culturismo-progresismo. Frente a este estado de cosas, los arquitectos se refugian en una arquitectura concebida como objeto material con reglas autodefinidas, planteándose hechos puntuales en una ciudad cuyas leyes no creen afectar, amparándose en una autonomía no política con la que se eluden responsabilidades sobre la definición de los marcos generales de la ciudad y aspirando, quizá solamente, a ser considerados por sus propios referentes (revistas, colegas, centros, etcétera).

De allí la urgencia de un debate sobre lo privado y lo público, dado que la confusión ha llegado al punto que un catedrático de Arquitectura puede cuestionar públicamente a la Administración porque ésta encarga a sus propios arquitectos la gestión realización de sus edificios, sin someterlos a concurso privado, y no se cuestione, en cambio, por qué el Estado le encarga a él la educación de los jóvenes arquitectos sin ningún tipo de alternativa privada. Habría entonces que preguntarse cuáles son los límites para situaciones en donde la gestión urbana justifique utilizar al capital privado, aunque imponga sus arquitectos y arquitectura, para generar recursos necesarios. O preguntarse si los concursos públicos garantizan la calidad de las obras. O si es posible construir una ciudad solamente con arquitectura de firma. O si el derroche conceptual que supone un concurso justifica sus resultados y si no existen formas más eficientes de distribuir el esfuerzo creativo. Sin dejar de lado la vigencia de preguntas tales como autoridad del jurado, participación de los usuarios, etcétera.

En una ciudad que se ha transformado en un campo de experimentación y lucha entre neoconservadores, progresistas e indiferentes, parece que ya nadie siente la necesidad de legitimar las acciones urbanas en fundamentos ideológicos.Deberíamos entonces despojar a la democracia de su uso instrumental como legitimadora de injusticias y, rompiendo la unidad Estado-organización, crear las instancias necesarias para que el debate sobre lo urbano dé lugar a nuevas formas de participación social que ayuden a los ciudadanos a superar la sensación generalizada de que la metrópoli se ha vuelto incontrolable e inviable humana y ecológicamente, y a remontar el descrédito a los mecanismos de control urbano, puesto que la nefasta experiencia de las burocracias administrativas centralizadas, con su inevitable carga de deshumanización y tecnocracia, nos inclinan hacia un pelígroso salto al vacío que supone el libre mercado urbano o la iniciativa privada librada a sus propios intereses.

Como profesionales deberíamos aportar todo lo que sabemos a la discusión del tema urbano, pero, en definitiva; sólo la participación de todos sus actores podrá conseguir la formulación de un proyecto de ciudad que contenga un paradigma de reemplazo capaz de hacerse cargo de este artefacto colectivo.

Mientras tanto, y a la espera de mejores opciones, la idea de gestionar lo público desde lo público no parece ser el peor de los caminos, considerando que solamente las administraciones locales y su propia red administrativa contienen los gérmenes de una organización más participativa y transparente.

Siendo importante en el caso particular del proyecto de la Asamblea de Madrid resaltar que su imagen es el resultado de un complejo proceso de gestión y diseño imposible de realizar en la esfera de lo privado. Hasta concluir en su actual ubicación la Oficina de Proyectos Institucionales debió desarrollar diversos anteproyectos para ubicar este emblemático edificio en lugares tan dispares como el Antiguo Hospital de Maudes, el Canal de Isabel II en la calle Santa Engracia, el palacio de Parcent, o Madrid-Sur, etc. Contrastando factores diversos que difícilmente pueden reducirse a la carencia de esa legitimación simbólica que sólo otorga la pátina del pasado", tal y como apunta en su artículo Fernández Galiano, y que obedece a una lenta trama funcional, económica y política que bajo ningún concepto se adivina en su arquitectura; no sólo por nuestra premisa de trabajar con humildad en las reglas básicas de la discipliná, sino, y fundamentalmente, centrados en un compromiso con lo público; menester para lo, cual, seguramente, sí estamos capacitados.Ramón Valis Navascués y Andrés Loisean, de la Oficina de Proyectos Institucionales de la Comunidad de Madrid.

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