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El desencanto de Myriam y Naama

Colonos y palestinos sólo comparten el desánimo por el futuro

"¡Tenemos que ser un país democrático!". Hay Indignación en la voz de Myriam Goldfisher, una colona judía del asentamiento de Beit El, cerca de la ciudad cisjordana de Ramala. En el campo de refugiados de Shati, en Gaza, la palestina Naama al Jélu le daría la razón si no fuera porque estas mujeres están hablando de dos mundos totalmente diferentes y separados por menos de setenta kilómetros.Goldfisher, de 32 años, se quejaba el otro día de que el Gobierno no permite que los colonos expresen su repudio al proyecto de paz entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). La oposición israelí al pacto suele ser violenta, como se vio otra vez la semana pasada con las manifestaciones de colonos.

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Al Jélu, de 42, no ha sido precisamente partidaria de métodos pacíficos. En 1972 perdió el brazo derecho cuando colocaba una bomba y ha pasado 11 años en cárceles israelíes. Inmediatamente después de salir en libertad, hace poco, se puso a trabajar "para construir un país democrático".

Como millares de israelíes y palestinos en polos opuestos, ninguna de las dos disimula su desencanto con las perspectivas que ofrece el futuro. Myriam dice que, cuando Israel dé autonomía a los palestinos de Gaza y Cisjordania, ese día habrá muerto la democracia en el Estado judío. "Ningún israelí quiere que exista un Estado palestino", dice, ignorando de plano, por supuesto, los resultados de las encuestas.

Naama, que ahora milita en el Partido Democrático Palestino, conocido por su acrónimo en árabe, Feda, sostiene que el advenimiento de un Estado palestino es inevitable y que éste debe ser, por encima de todo, libre y democrático.

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Regalar la tierra

"¿Por qué vamos a tener que regalar nuestra tierra a estos árabes?", dice Myriam, reflejando el argumento que defienden apasionadamente los cerca de 100.000 colonos judíos que viven en 130 asentamientos rodeados de cerca de dos millones de palestinos en Gaza y Cisjordania. Myriam dice que no es una cuestión personal ni una actitud racista. "Seguro que hay árabes buenos", dice. "Cuando vivía en Jerusalén, de niña conocí a una chica árabe. No todos son malos. Aquí tenemos a dos jardineros árabes. Parecen ser buena gente".

Para Naama, la coexistencia con los israelíes no es una utopía "siempre y cuando nos devuelvan todas nuestras tierras y podamos establecer nuestro Estado con Jerusalén como su capital".

Goldfisher, hija de una inmigrante irlandesa y un israelí de Jerusalén, parece ser una mujer serena, pero le cuesta contener su enojo cuando habla del Gobierno de Isaac Rabin. "No sé qué es lo que les pasa a éstos. Están como mareados. Cuando salimos a manifestar nuestras protestas, la policía nos bloquea. Nos está vedado expresarnos libremente. Protestar es una actitud natural, democrática", dice. Si pudiera hablarse de una rebelión judía en ciernes, habría que decir que hallaría terreno fértil en el asentamiento de Beit El, el hogar de 800 familias judías que viven entre alambradas y al lado de una gran instalación militar desde 1977. Dos de los colonos asesinados por extremistas palestinos del movimiento islámico Hamás trabajaban en Beit El. La reacción ha sido furiosa.

"El Gobierno israelí debe darnos más libertad para decir lo que pensamos y para defendernos de esos árabes", dice Myriam, que, como todos los colonos, tiene armas en su casa y sabe usarlas.

Naama tiene sus propias objeciones a la manera en que Yasir Arafat está actuando políticamente y refleja la ansiedad de sus compatriotas, que perciben el peligro de un régimen autocrático una vez que se estructure el aparato político de la Autoridad Palestina Provisional cuando entre en vigencia la autonomía.

"Debemos aprender de las lecciones del pasado", dice. "Nuestro liderazgo debe estar en manos de una dirección colegiada y no sólo en las de un solo hombre. Y cuando tengamos una verdadera democracia, las mujeres demandaremos una participación en el proceso político de no menos del 35%", agrega rotundamente.

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