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La oportunidad perdida

Los empresarios -y, con ellos, todos los estamentos taurinos- han perdido la oportunidad de relanzar la fiesta durante la temporada 1993, en la que se ha celebrado mayor número de funciones y ha ido a los toros más público que nunca. Porque no han ofrecido a los nuevos espectadores aliciente alguno y, tal como se desarrollaron las corridas, es posible que a mucha clientela fija la hayan echado de las plazas.Salvo escasas excepciones, la temporada se compuso de espectáculos deplorables, donde faltó la integridad del toro. Ferias enteras transcurrieron con la tónica de la invalidez y el afeitado de las reses, muchas de ellas mutildadas con una exageración y una sana escandalosas. Todo esto se veía venir desde que el Ministerio del Interior aprobó el nuevo reglamento, de cuyas rectas intenciones por parte de quienes lo concibieron seguramente no se debería dudar, pero su redacción constituía, en la práctica, una invitación al fraude y una tapadera para quienes cometiesen la fechoría. José Luis Corcuera, poco antes de su dimisión, manifestó su disgusto por estas tropelías ante los miembros de la Comisión Consultiva Nacional, principalmente los ganaderos, con quienes consensuó las normas que les afectan, en la creencia -de que la buena fe de todos beneficiciaría al espectáculo.

No hubo buena fe, sin embargo. Rebajada la autonomía de los veterinanios, sometidos a presión por los representantes de toreros y ganaderos -que asisten a los reconocimientos y tienen voz-, los festejos taurinos han sido lo que aquellos quisieron en muchos los cosos. Y lo que querían, evidentemente, era un toro adulterado, desmochado e inválido, que limitara los riesgos y propiciara los triunfos. Los propios toreros tampoco se esmeraron en su oficio, sino todo lo contrario. Reducidos a la mínima expresión los tercios de la lidia y el repertorio del arte de torear, la mayoría ejecutaban las suertes desde la más descarada ventaja. Practicaban un toreo fuera de cacho, abuso del pico para mayor alivio, con renuncia total a ligar los pases, y no era inusual concluir las faenas mediante espadazos atravesados, bajonazos y otras formas alevosas de reventar toros moribundos. De donde se deducía una intolerable exhibición de prepotencia -sórdida, astrosa y carnicera, sobre fraudulenta-, que quizá no acababa de advertir el ingenuo triunfalismo de los nuevos espectadores -generalmente poco conocedores del paño-, pero que no podía crear afición e indignaba a la clientela fija.

El desastroso desarrollo de la temporada es síntoma inequívoco de que el nuevo reglamento está llamado a convertir la fiesta en un solar. Y no parece haber más que una solución, si aún es tiempo: derogarlo.

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