Víctima de un guión pobre
"No está mal para no ser lo que hace". Esta frase, dicha a Fernando Guillén / Alfredo Puente por un técnico de sonido que está grabando los boleros cantados por Maribel Verdú / Lupe, y referida a sus supuestas dotes canoras, podría leerse como un voluntario guiño autoirónico de Antonio Giménez Rico para referirse a su propia apuesta, el motivo central que da vida a esta su última realización. Sea o no un guiño voluntario, lo cierto es que se erige en metáfora: la película está construida a mayor gloria de Maribel Verdú -un papel que quisiera para sí cualquier actriz en la madurez de su talento- y de ella, de su desbordante fisicidad, que diría Robin Wood, nace lo mejor y lo peor de este melodrama con canciones.Porque en él Verdú (y Giménez Rico, por supuesto) pone toda la carne en el asador y, en un alarde de coraje repetidamente recordado por la publicidad del filme, se lanza a cantar boleros como Sabor a mí, Contigo en la distancia o Inolvidablemente, aun a riesgo de tirar por la borda toda la verosimilitud de su personaje: Maribel Verdú todavía no es Michelle Pfeiffer, ni el vehículo para su lucimiento es un filme tan perfectamente acorde con la estética musical que propone como es Los fabulosos Baker Boys. Pero sería injusto reparar tan sólo en un aspecto de su trabajo -aunque sea éste intrínseco a la existencia misma del filme- y achacar a la evidente debilidad cantora de la actriz las debilidades de la película. Porque de hecho, estas debilidades nada tienen que ver con su actuación, sino ante todo con un guión pobremente construido y explicado.
Tres palabras
Dirección y guión: AntonioGiménez-Rico. Fotografía: Teo Escamilla. Música: Gregorio García Segura. Producción: Eduardo Campoy para Cartel y Atrium, España, 1993. Intérpretes: Maribel Verdú, Fernando Guillén, Fernando Guillén Cuervo, Santiago Ramos, Carmen Rossi, Germán Cobos, Walter Vidarte. Estreno en Madrid: Ideal, Vaguada, Parquesur, Albufera, Palacio de la Prensa.
Dos en una
Tres palabras es, voluntariamente, dos películas en una. En la primera, cuya acción se sitúa en los meses finales de 1958 y que deja en el aire todos los cabos sueltos necesarios para dar vida a la segunda parte, se nos cuenta los amores entre Verdú, joven cantante en alza, y un director de cine que interpreta Guillén Cuervo y que se convertirá en su padre real, Fernando Guillén, en la segunda parte, la que se ambienta en presente. Poco se nos dice de esos dos personajes; quién es esa chica lo sospechamos, pero, desde luego, nada sabemos, y nada sabremos luego, del verdadero conductor de la acción, ese director que seguirá siendo tan hermético cuando reaparezca, 30 años después: difícilmente se hará creíble un personaje construido sin descripción psicológica alguna que lo acerque al espectador.Y, segundo problema, tampoco se desprende de Verdú esa aura mítica que necesita para hacerse un personaje imperecedero, una de esas heroínas que se mencionan en el filme, como Marlene Dietrich en Marruecos, como Kathie Hepburn en Historias de Filadelfia, o como las que se convocan a través de diferentes guiños del guión: la Ava Gardner de La condesa descalza, la Claudette Colbert de La octava mujer de Barbazul.
Verdú es una mujer extraordinariamente hermosa, con una apariencia física rotundamente actual, pero no evoca: afirma. De ahí que resulte infinitamente más interesante su trabajo en la segunda parte, cuando parece sentirse más a sus anchas, que en esa primera, que Giménez Rico rueda con coherencia, sobre todo en los números musicales, con las mismas técnicas que los filmes de los 50: frontalidad de la cámara, iluminación áurica, planos cortos del rostro sugestivo de la cantante. Lupe resulta así mucho más interesante que María, su madre, por mucho que la fascinación que provoca la primera parezca ser la clave para entender el filme.
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