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La tribu y el mercado

Mario Vargas Llosa

(Respuesta a Régis Debray)

"Lo que es bueno para la Columbia y la Warner Bross es bueno para Estados Unidos, vale; la cuestión ahora es saber si es bueno para la humanidad", dice mi amigo Régis Debray en su respuesta a mi artículo contra "la excepción cultural" para los productos audiovisuales en las negociaciones del GATT (*). Es una frase efectista, pero poco seria, en un texto cuyo anti-norteamericanismo, basado en mitos ideológicos, desvía el debate sobre el asunto en discusión: si la libertad de comercio y la cultura son compatibles o írritas la una a la otra.

A su juicio hay -¡una vez más!- una conspiración de Estados Unidos, "el poder imperial", para convertir al planeta en un "supermercado" en el que las "culturas minoritarias" acosadas por la Coca-Cola y los yuppies y privadas, de medios de expresión, no tendrían otra salida que el integrismo religioso. Y, por lo visto, no han sido varias décadas de planificación económica, controles, colectivismo y estatismo socialistas lo que explica la crisis de Europa del Este sino "el capitalismo tejano de importación", culpable de que se hayan cerrado los "teatros, estudios y editoriales" de esos países.

Ésta es una ficción, caro Régis, que puede divertir a la galería, pero que falsea la realidad. Los grandes conglomerados norteamericanos, de la IBM a la General Motors, se ven cada vez en peores aprietos para hacer frente a la competencia de empresas de diversos países del mundo (algunos tan pequeños como Chile, Japón o Taiwan), capaces de producir desde ordenadores hasta automóviles a mejores precios que aquellos colosos, y que, gracias a la libertad de mercado, son preferidos a los de éstos por gentes del mundo entero (incluidos los estadounidenses). Esta libertad no es buena porque perjudique a las grandes empresas, sino porque favorece a los consumidores, quienes, guiados por su propio interés, deciden qué industrias los sirven mejor. Gracias a este sistema muchos de esos países "colonizados" que te preocupan, están dejando de serlo a pasos rápidos y ésta es, desde mi punto de vista, una razón principal para preferir el mercado libre y la internacionalización al régimen de controles e intervencionismo estatal que tú defiendes para los productos culturales.

Acabo de pasar un año enseñando en Harvard y en Princeton, y si esas dos universidades dan la medida de lo que ocurre en los centros académicos de Estados Unidos, el "imperialismo" que los devasta es el francés, pues Lacan, Foucault y Derrida ejercen aún en las humanidades (cuando en Francia su hegemonía decae) una influencia abrumadora (a ti te estudian, también). ¿No pondrían tú y tus amigos defensores de la "excepción cultural" el grito en el cielo si un grupo de profesores norteamericanos pidiera la imposición de cuotas de libros obligatorios de pensadores nativos en las universidades de su país como defensa contra esa 'agresión' intelectual francesa que amenaza con arrebatar a Estados Unidos su "identidad cultural"?

Según tu artículo, en el caso de los productos audiovisuales no se ejerce la libre elección del consumidor, porque son los intermediarios -los distribuidores- quienes 'imponen' el producto al mercado. El papel de los intermediarios es central, en efecto -son los profesores, no los estudiantes, los que prefieren a Lacan, Foucault y Derrida- pero lo de la 'imposición' es inexacto, si el mercado se mantiene abierto a la competencia, y los lectores -o los oyentes, espectadores o televidentes- pueden ir indicando, mediante su aceptación o su rechazo, lo que prefieren ver, oír y leer. Cuando funciona libremente, el mercado permite, por ejemplo, que películas producidas en "la periferia" se abran camino de pronto desde allí hasta millares de salas de exhibición en todo el mundo, como les ha ocurrido a Como agua para el chocolate o El Mariachi.

Ahora bien, es verdad que, en lo relativo a los productos culturales de consumo masivo, el mercado revela el predominio en los consumidores de unos gustos y preferencias que no suelen ser los tuyos ni los míos. Me imagino que te habrá desmoralizado mucho el éxito formidable que ha tenido entre los espectadores franceses Les visiteurs, una entretenida realización a la que, estoy seguro, nadie osaría calificar de creación de alta cultura. Ya sé que la televisión francesa ha sido capaz de producir programas admirables, como Apostrophes, al que yo rendí homenaje en estas mismas páginas, cuando Bernard Pivot decidió ponerle fin. ¿Pero, es un programa como ése la norma o la excepción en los canales franceses? Tú sabes tan bien como yo que los programas promedio, y sobre todo los de más éxito, en Francia -como en el resto del mundo- son de una sofocante mediocridad y que la idiotez no es patrimonio "imperial" sino, más bien, un atributo a menudo buscado con fervor por el gran público en el cine, la televisión y hasta -horror de horrores- en los libros.

Esto no es el resultado de una conspiración de Estados Unidos para colonizar con "la idiotez imperial" al resto del mundo, caro Régis, sino -quién lo hubiera dicho- de la democratización de la cultura que han hecho posible, a una escala jamás prevista, los medios audiovisuales. Inventarse el fantasma de las multinacionales de Hollywood corruptoras de la sensibilidad francesa -o europea- para explicar que el gran público prefiera los culebrones o los reality shows a los programas de calidad es jugar al avestruz. No es verdad. La verdad es que la 'alta cultura' está fuera del alcance del ciudadano medio, tanto en Estados Unidos como en Europa o en los países del Tercer Mundo, y ésta es una verdad que ha hecho patente, la libertad de mercado, allí donde ha podido funcionar sin demasiadas cortapisas. Éste es un problema de la cultura, no del mercado.

Tu receta para curar semejante mal es suprimir la libertad y reemplazarla por el despotismo ilustrado. Es decir, por un Estado intervencionista a quien corresponderá determinar, en nombre de la Cultura con mayúsculas, un 60% de los programas televisivos que verán los franceses. (¿Por qué el 60%? ¿Por qué no el 55% o el 80% o el 93%? ¿Cuáles son los argumentos que justifican esa precisa mutilación numérica de la libertad de elección del televidente y no un porcentaje mayor o menor?) Eso es llamar al doctor Guillotín a que venga con su máquina infernal a curar las neuralgias del paciente.

Reemplazar el mercado por la burocracia del Estado para regular la vida cultural de un país, aunque sea sólo en parte, como tú propones, no garantiza que, a la hora del reparto de las prebendas y privilegios -es lo que son las subvenciones- los favorecidos sean los más originales y los mejor dotados, y los mediocres, los desechados. Hay pruebas inconmensurables de que, más bien, sucede al revés. Totalitario, autoritario o democrático, el Estado tiende irresistiblemente a subsidiar no el talento, sino la sumisión, y los valores seguros en vez de los posibles den ciernes. Me haces reír cuando citas los casos de cineastas como Buñuel, Orson Welles o Jean-Luc Godard, a favor de tus tesis intervencionistas. ¿Crees de veras que la irreverencia anarquista del Buñuel de El asno de oro, o el inconformismo de Citizen Kane, o las insolencias de A bout de souffle las hubiera financiado un Gobierno? No me sorprende nada que, ya famosos, convertidos en íconos indiscutibles, los Estados cubrieran de honores a esos cineastas: así se homenajeaban a sí mismos en ellos y los convertían en instrumentos de su propaganda. Pero todo arte de ruptura y contestación de los valores establecidos tiene los días contados si se entrega al Estado, en todo o en parte, ese poder decisivo que tú quieres confiarle en lo que concierne a la producción audiovisual. Buen ejemplo de ello son esas sociedades de Europa del Este donde el Estado controlaba la producción cultural -invirtiendo a veces considerables recursos- a un precio que ningún creador o intelectual digno e9tuvo dispuesto a pagar: la pérdida de la libertad.

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La tribu y el mercado

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Esta libertad, sin la cual la cultura se degrada y esfuma, está mejor garantizada con el mercado y el internacionalismo que con el despotismo ilustrado y el nacionalismo económico, las dos fieras agazapadas detrás de las patrióticas banderas de "la excepción cultural", por más que no todos los que las agitan lo adviertan. En tu artículo enumeras una serie de nombres ilustres de cineastas que comparten tus tesis, de Delvaux a Wim Wenders y Francesco Rosi. Es un argumento que no me impresiona. Tú sabes tan bien como yo que el talento artístico no es garantía de lucidez política y no será ésta la primera, ni la última vez, en que veremos a destacados creadores trabajar empeñosamente erigiendo el patíbulo donde serán ahorcados. ¿No fuimos tú y yo, de jóvenes, ardientes defensores de un modelo social que, si se hubiera materializado en nuestros países, habría censurado nuestros libros y, acaso, nos habría despachado al Gulag?

Uno de aquellos ideales de nuestra juventud, el desvanecimiento de las fronteras, la integración de los pueblos del mundo dentro de un sistema de intercambios que beneficie a todos y, sobre todo, a los países que necesitan con urgencia salir del subdesarrollo y la pobreza, es hoy en día una realidad en marcha. Pero, en contra de lo que tú y yo creíamos, no ha sido la revolución socialista la que ha llevado a cabo esta internacionalización de la vida, sino sus bestias negras: el capitalismo y el mercado. Esto es lo mejor que ha ocurrido en la historia moderna, porque echa las bases de una nueva civilización a escala planetaria organizada en tomo a la democracia política, el predominio de la sociedad civil, la libertad económica y los derechos humanos. El proceso está apenas en sus comienzos y se halla amenazado desde todos los flancos por quienes, esgrimiendo distintas razones y espantajos, tratan de atajarlo o destruirlo en nombre de una doctrina de muchos tentáculos que parecía semiextinguida y que ahora reaparece, reaclimatada a las circunstancias: el nacionalismo.

Naturalmente que no voy a cometer la falacia de identificar el nacionalismo cultural que tú defiendes con el de los racistas y xenófobos prehistóricos para los que la salvación de Francia -o de Europa- exige expulsar al moro del Continente y levantar diques y fronteras "contra las agresiones de Wall Street". Pero asociar los términos de nación y cultura, como si hubiera entre ellos una indisoluble simbiosis, y, peor todavía, hacer depender la integridad de ésta del fortalecimiento de aquélla -eso significa el proteccionismo cultural- es empeñarse en revertir el proceso integrador del mundo contemporáneo y una manera de votar por el retorno de la humanidad a la era de las tribus. Muerto el comunismo, el colectivismo y el estatismo resucitan detrás de otro artificio parecido al de la 'clase' revolucionaria: la nación.

¿Por qué, si se acepta el principio de la "excepción cultural" para las películas y los programas televisivos, no se adoptaría también para los discos, los libros, los espectáculos? ¿Por qué no poner también cuotas estrictas para el consumo de las mercancías extranjeras de cualquier índole? ¿No son manifestaciones de una cultura los productos gastronómicos, el atuendo, los usos tradicionales en lo relativo al transporte, al esparcimiento, al trabajo? Una vez admitido el principio de una "excepción cultural", no hay producto industrial exento de argumentos válidos para exigir idéntico privilegio, y con razón. Este camino no conduce a la salvaguardia de la cultura, sino a poner a un país, atado de pies y manos, a merced del estatismo. Es decir, a una merma de su libertad.

Es cierto que el mercado norteamericano está aún lejos de funcionar con entera libertad, y las negociaciones del GATT deberían servir para romper las limitaciones proteccionistas que Estados Unidos ha establecido en la propiedad, la producción y el comercio audiovisual. Europa debe exigir que se supriman estas barreras, a cambio de abrir sus propios mercados a la competencia. Esa es la buena batalla y deberíamos librarla juntos: la que se fija como objetivo ampliar la libertad existente y hacerla asequible a todos, en vez de la que quiere, para contrarrestar las trabas a la libertad en Estados Unidos, amurallar la de Francia (o la de Europa) y rodearla de burócratas y aduaneros que, en vez de protegerla, la asfixiarán.

* Régis Debray, Respuesta a Mario Vargas Llosa, EL PAÍS, jueves 4 de noviembre de 1993.

copyright Mario Vargas Llosa, 1993.

copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.

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