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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una noche patética

Se oyó una voz de actriz que gritaba la frase moldeada: "¿Hay un médico en la sala?". Se levantaron varios y acudieron al lugar del socorro: hasta una pediatra, un oculista, un psiquiatra. Otra voz de actor dijo, desde el público: "¡Regidor, luz a la sala!". En escena, Victoria Vera, mientras en el vestíbulo del Maravillas el actor Pepe Lara estaba ya en el suelo, muriendo, mientras le golpeaban el corazón. "Le recuperamos, pero se nos va enseguida"; le vi luego, en la ambulancia -20 minutos para llegar, en la densa noche de viernes, barrio de Maravillas- coronaria; desde la ventana se veían los esfuerzos de los expertos y también cómo se perdía la señal. Pasaban los chicos nocturnos, y uno nos dijo: "¿Un colega con sobredosis?". Cuando se llevaron a este buen profesional del teatro, querido por todos, ya se sabía que no ha bía nada que hacer. "La representación debe continuar", explicó luego Enrique Llovet: todos los ritos se estaban cumpliendo y todas las frases que había que decir se dijeron. Cuento esto, este otro teatro humano y esta vez definitivo, porque no es fácil sentir una obra nueva sin el patetismo de la circunstancia. No hay abstracción. Creo que toda la segunda parte es premiosa, inevitablemente adherida a lo novelesco, con voces en off y gestos repetidos que probablemente sobran; pero imagino que este peso estaba multiplicado por la impaciencia de todos porque se acabase y poder saber cómo iba, fuera, la escena de la vida y la muerte.

Tristana

De Enrique Llovet, sobre la novela e Pérez Galdós. Intérpretes: Manuel de Blas, Victoria Vera, Sonsoles Benedicto, Eufemia Román, Fidel Almansa, Borja Rodríguez, Ángel Amorós, Juan Gea. Dirección: Manuel Ángel Egea. Festival de Otoño de Madrid. Teatro Maravillas, 13 de noviembre de 1993.

Creo que algunos gestos de Victoria Vera se habían mecanizado, estaban repitiendo los que en el ensayo le había marcado el director, Manuel Ángel Egea, que estaba consiguiendo trozos humanos en el escenario; cuando antes había sido cálida, vibrante, humana y estaba dando probablemente su mejor papel hasta ahora. No sé si, a partir de la escena interrumpida, Manuel de Blas habría comenzado a remontar un papel que llevaba con error: "Don Lope", el anciano de la doble conciencia, la gran creación de Galdós para romper con la serie maldita en la literatura de los amores entre el anciano y la niña: se había entregado más a lo sórdido, a lo miserable, a lo amanerado y teatralero, de lo que requiere el personaje del gran señor. Entre tantas influencias sobre un escenario, y más en una noche excepcional, estaba la de la película de Buñuel, y el recuerdo, en ella, de la soberanía artística de Fernando Rey.

Galdós: está por encima de la obra. El comediógrafo -Llovet- se ha apresurado a situar algunos de los pensamientos libres del gran hombre maltratado en su tiempo por los intelectuales finos (qué desastre de país de papel) sobre la Iglesia, el Ejército, el matrimonio; sobre todo, los largos párrafos sobre la libertad de la mujer, y la injusticia de su trato. Para que se vea su modernidad, su actualidad. Luego, entra en la acción y respeta el lenguaje original hasta donde puede, como todo el rico vocabulario: y resalta el triple ardor, el triángulo a la madrileña y el desamor; y el infortunio, y un destino de tragedia que es el que tiende a destinar el uno al otro al viejo y la niña rota, desvalida, amargada, para siempre, junto a la mesa camilla y el brasero; ella medio inválida, él metido en una vejez sin esperanzas.

Galdós les deja así, condenados a lo largo, y aún deja una amarga sospecha de si la felícidad es eso, y no llega a más. Llovet prefiere la muerte de Don Lope, y una frialdad final de Tristana, o Triste Ana frente a su caballete de pintora de recurso; como en una película de Bette Davis. No sé si vale o no: libertad, naturalmente, tiene el comediógrafo. Pero tengo la sensación de que toda esta segunda parte, mientras la calle de Malasaña estaba cortada al tráfico por las ambulancias que trataban de salvar una vida del teatro, es excesiva.

Dos patetismos. La representación debe continuar, la crítica también; pero ni una ni otra, ni el público, salieron indemnes de lo que sucedió; mientras yo tengo el descargo de contarlo -porque era un actor, porque hay una crónica del suceso que contar; y porque estaba la pesadilla entre frases de teatro y realidad de un corazón partido de pronto-, a media docena de actores que estaban en el escenario no podían seguir más que la línea trazada, mejor o peor: y lo más hermoso, lo más cálido de su actuación, es que lo supieran hacer así como un homenaje al amigo y al compañero que había ido aquella noche a verles y no pudo llegar al final. Cuando, ya hoy, estén descargados del dolor de lo inminente, seguramente se verá, pienso, una excelente interpretación de Victoria Vera y una comedia quizá cortada, quizá ceñida, menos escapada al ensueño de la novela larga que la que vimos estrenar. El público, en tan gran parte compuesto de profesionales, aplaudió calurosamente: no se puede restar ni un aplauso a la interpretación y la obra, pero sí afirmar que muchos fueron dedicados a la situación real, a la angustia real.

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