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Los pasajes del museo del Prado

El libro que los Amigos del Museo del Prado me han encargado presentar hoy a ustedes colecciona las conferencias del ciclo Los paisajes del Prado, que su asociación ofreció aquí mismo el año pasado, comenzando por una, realmente magistral, donde Francisco Calvo Serraller abre el tema disertando sobre el Concepto e historia de la pintura de paisaje. Es claro, pues, que se trata de paisajes, de obras de arte, no de lo que hubieran podido ser acaso paisajes naturales, o el paisaje natural; y acerca de la relación entre unos y otros quisiera yo hacer ahora algunas consideraciones, partiendo de la sabia, competentísima y cumplida exposición del tema en que consisten las páginas debidas al actual director de este museo. En ellas se examina la génesis del concepto de paisaje a partir del momento en que el hombre, liberado de la más estricta necesidad, puede volverse a contemplar desinteresadamente el aspecto de su ambiente físico, mirando al mundo natural desde su íntima subjetividad, y así objetivándolo. La famosa carta donde Petrarca describe su ascensión al Mont Ventoux, sea en efecto relato de un hecho real o mera ficción literaria, tiene la virtud de recrear ese singular momento, dando forma verbal -esto es, pintando con palabras- al espectáculo de la naturaleza.En sus términos más generales, el tema pudiera reducirse -o, si se quiere, mejor dicho, ampliarse- al de la naturaleza como materia de emoción estética, no sólo pictórica; una emoción que para ser transmitida al prójimo puede plasmarse consolidada formalmente y conservada como en un reservorio mediante la técnica de artes diversas.

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Sin duda han sido las artes poéticas las que más antiguos testimonios nos proporcionan de la emoción estética frente a la belleza del entorno natural; pero, también sin duda, el arte de la pintura es el más apto para transmitir las emociones estéticas suscitadas por una percepción, que es visual ante todo, de las apariencias del mundo. Por supuesto, para que esa percepción suscite emociones de índole tal es condición indispensable -y apenas hace falta subrayarlo- ese desprendimiento subjetivo, un distanciamiento sólo permitido por un cierto grado de liberación del Homo sapiens frente a la naturaleza de la cual, como las demás especies biológicas, forma parte! y depende. Desde tal posición y colocado en tal actitud, puede contemplarla ya como objeto bello, como paisaje, como una vista.

A partir de esto, resta considerar la relación entre lo visto, es decir, la naturaleza exterior, y el cuadro pintado por mano de artista. Sobre ello, mucho es lo que puede aprenderse en el libro que hoy tengo el honor de presentar a ustedes.

En la historia del arte de la pintura el valor estético se ha dado, por regla general, implícito en la tarea de alcanzar otras finalidades, empezando acaso con la decoración artesanal de utensilios -y esa misma línea podría extenderse hasta llegar a los más ilustres techos y fachadas de palacios o templos-, para seguir con la promoción, estímulo y apoyo de sentimientos religiosos, quizá desde la cueva de Altamira hasta la espléndida propaganda fidei del barroco, o bien con el servicio del poder político mediante la iconografía prestidigitadora, o aun, por último, con la prédica social de la escuela realista, tal como se evidencia, por cuanto, a España se refiere, en el estudio de Lily Litvak El tiempo de los trenes. El paisaje fin de siglo de Haes a Regoyos. Normalmente -repito- se ha pintado en conexión con el ambiente sociocultural de cada época. En general, el arte concebido y vivido como expresión gratuita del valor estético es cosa moderna, y sin duda su más significativa manifestación inicial en la historia de la pintura sea el paisaje ofrecido a la contemplación del espectador por el solo mérito de su belleza intrínseca, a un paso ya de la pintura abstracta.

Antes de esto había venido cumpliendo siempre una función de apoyo a diversas intenciones representativas, y este libro documenta y explica desde varios ángulos, con estudios sumamente valiosos, la trayectoria seguida por la pintura del paisaje hasta el momento presente, en que por fin se encuentra disociada -y no sin gran dificultad- de cualquier propósito ajeno a la pura belleza visual. Explícito y muy elocuente al respecto de esa dificultad es el trabajo donde Javier Tusell pone de relieve la función atribuida, ya en nuestro siglo, a la pintura de un paisaje que se consideraba y quería ser "símbolo de la identidad nacional en la España contemporánea".

Por fin, el paisaje no pretenderá expresar sino eso, una impresión de belleza capturada y fijada dentro del marco que encierra una pintura. Y Dore Ashton, al discurrir sobre Paisajes fantasmas en el arte del siglo XX, entiende que "la pintura paisajística era una expresión de reciprocidad de sentimientos, inspirados por la naturaleza y proyectados luego sobre ella", poniendo el acento sobre el aspecto subjetivo de esa relación de reciprocidad, con lo cual el problema de la pintura de paisajes se remite al problema general de la creación artística basada sobre datos de la experiencia visual. Su exposición está apoyada en citas de algunos de los más prominentes artistas contemporáneos. En una de esas citas, Matisse declara expresarse "mediante la luz de la mente"; en otra postula Klee: "El arte no reproduce lo visible, sino que hace visible"...

Aquí traería yo a colación una vez más (para volver a mis palabras del comienzo y a las precisiones conceptuales de Calvo Serraller) la famosa frase de Oscar Wilde según la cual "la naturaleza imita al arte", atreviéndome a afirmar por mi parte que el paisaje natural es, en verdad, una creación de la pintura de paisajes; que son los paisajes pintados quienes inventan el paisaje natural; pues éste (el hermoso panorama que tal vez contemplamos, el lugar ameno en que tal vez se recrea nuestra vista) está siendo construido in situ por el ojo de un observador (el paseante ocasional acaso, acaso el turista ávido de sensaciones) cuya sensibilidad ante ese entorno físico concreto opera a través de una cierta tradición pictórica.

Reflexionemos unos momentos sobre este viejo tema, que en la historia de nuestra cultura arranca del problemático concepto de mimesis enunciado por Aristóteles en su Poética y generalmente interpretado como copia de la naturaleza por el arte. Bajo forma de boutade, pero con penetración tan aguda que desmiente la aparente frivolidad de su frase, invirtió Oscar Wilde la fórmula tradicional para sostener que, al contrario, es la naturaleza quien imita al arte. Si este dicho ingenioso mantiene su vigencia, y todos seguimos recordándolo como lo hago yo ahora, es porque responde a una percepción muy certera, opuesta al inveterado lugar común.

La creación artística viene a destacar y privilegiar determinados parajes, dándoles categoría de paisaje admirable, hasta que, por último, llegan a vulgarizarse, degradados en tarjeta postal o folleto de propaganda turística; pero éste será ya el final de una trayectoria, cuando el gusto de la época (el espíritu de los tiempos) comienza a cambiar; es decir, cuando empieza a aflorar ya una sensibilidad correspondiente a un momento histórico -cultural distinto. En efecto, la naturaleza es muda; la naturaleza no significa nada, carece de sentido, y somos los hombres quienes nos servimos de ella como materia prima para organizar nuestra realidad; en definitiva, para crear la realidad.

Y todavía una observación final. Hablamos de paisaje natural, pero ¿qué deberá entenderse por naturaleza? Diría yo que la naturaleza está constituida por el conjunto de aquello que, a través de los sentidos, llega a nuestra conciencia, y mediante ella adquiere una significación. Es nuestra conciencia la que, con el material de sensaciones tales, constituye y organiza el mundo, prestándole un significado. Incluso el sujeto perceptor se objetiva a sí propio como entidad significante dentro del ámbito de su conciencia.

Ahora bien, toda significación reclama un receptor que la comprenda, implica un mensaje dirigido a otras conciencias capaces de captar su significado, tiene por principio un destinatario. Los valores intelectuales y emocionales cuyo conjunto integra la imago mundi de cada época han sido impartidos y han de ser compartidos; y en cuanto a los productos del arte, ya desde los dibujos rupestres concitan hasta el día de hoy la respuesta de otros hombres distintos de aquel quien los trazó, cumpliendo así una función socializadora, esto es, creadora de cultura o, lo que es lo mismo, creadora de humanidad.

Francisco Ayala es escritor y académico, premio Cervantes 1991.

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