Excesos que se pagan
FLACO FAVOR hacen a la libertad de expresión y al derecho de información casos como el protagonizado por el diario londinense Daily Mirror prestándose a publicar fotografías de la princesa de Gales, lady Di, obtenidas a hurtadillas mientras realizaba ejercicios en un gimnasio. La conducta del propietario del local es de juzgado de guardia. ¿Qué código legal o moral no habrá transgredido quien, abusando de la buena fe de su cliente, violenta su intimidad para beneficiarse económicamente con ello? Todos.Pero esta actuación, éticamente repugnante y legalmente perseguible, no es probable que se hubiera producido !in el aliciente de unos medios de comunicación sensacionalistas, predispuestos siempre a pagar primicias informativas sin reparar en la licitud de los métodos practicados para obtenerlas, y mucho menos en su veracidad. Las razones del Dady Mirror para justificar su conducta -el pago de 20 millones de pesetas por las fotografías y su publicación- son meros pretextos. Afirmar, como hizo su director, que la publicación de las fotografias estaba justificada por razones de interés público -demostrar que la seguridad de la princesa de Gales tenía fallos o que incluso pretendía realzar la imagen de lady Di- es un claro ejercicio de cinismo para ocultar el verdadero móvil de esa forma de actuar: conseguir vender algunos miles de ejemplares más en la feroz guerra desatada entre los diarios sensacionalistas.
En el Reino Unido o en Alemania, donde existe una clara delimitación entre prensa sensacionalista y la que no lo es, los efectos dañinos que la primera puede producir en la segunda y, en general, en todo el sistema informativo suelen ser controlables. Los lectores distinguen con claridad los diferentes códigos de conducta por los que se rigen una y otra. Pero aun en este contexto, transgresiones tan flagrantes de principios del periodismo como la protagonizada por el Daily Mirror no pueden dejar de afectar a la credibilidad de toda la prensa, incluso la rigurosa en la búsqueda de la verdad, y de provocar reacciones en el poder, con el riesgo de que los reiterados excesos de algunos den pie a que se promulguen leyes restrictivas para todos. Es lo que puede suceder ahora en el Reino Unido, donde la irresponsable actuación del Mirror puede ser la gota que colme el vaso de la paciencia de quienes desde hace años vienen reclamando una legislación más dura contra la intromisión de los medios de comunicación en la vida privada de las personas.
Pero si la confusión es a veces inevitable, y los daños pueden ser comunes, aun en aquellos países donde existe un deslinde entre categorías de prensa, estilos y códigos de conducta, es fácil imaginar lo que puede suceder en aquellos otros, como España, donde tal distinción brilla por su ausencia. Los riesgos de confusión y las posibilidades de vender gato por liebre aumentan considerablemente, de modo que el periodismo en su conjunto corre el peligro de convertirse en una especie de tótum revolútum donde cabe todo, y en el que la guerra de ventas o el índice de audiencias son los supremos y únicos criterios de actuación. No es raro que, en ese contexto, la información, en ocasiones, se convierta ella misma en foco de corrupción -al que acuden buscavidas, mercachifles y negociantes de toda laya, incluso de milagros políticos-, en lugar de serlo de transparencia y de conocimiento de la realidad política y social.
No confundir información y opinión, ofrecer noticias fundamentadas, rectificar en caso de error, utilizar métodos lícitos, rechazar retribuciones de terceros, no utilizar en beneficio propio informaciones obtenidas en el ejercicio de la profesión, respetar los derechos a la intimidad y a la presunción de inocencia, tratar con especial cuidado las noticias relativas a menores o que puedan suscitar discriminaciones racistas o sexistas, son algunas referencias, entre otras, que siempre tendrán a mano los lectores para poder distinguir la prensa seria y rigurosa de la que no lo es. Aunque en España no sea tan fácil como en el Reino Unido.
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