La razón del jefe
Dice la primera regla del decálogo de las relaciones laborales que el jefe siempre tiene razón; la segunda dicta que, en caso contrario, se aplicará la primera. Justamente ese código rigió el concierto de Pat Metheny y sus subordinados en el teatro Monumental. Mientras el batería Roy Haynes se limitó a un liderazgo honorario, ganado a pulso tras una tensa carrera plagada de hazañas musicales, el guitarrista ejerció de patrón efectivo inundando la noche con' su propio concepto musical. Parecía saber que tenía a sus órdenes a instrumentistas que le superan holgadamente en duende jazzístico y, aunque no les regateó minutos de lucimiento, se cuidó de limar diferencias imponiendo un repertorio adecuado a su propia capacidad.Lo que hizo en realidad fue engordar paradojas y confusiones: mientras él, un músico a caballo entre el rock y el pop, procuraba mantenerse a flote sobre aguas no del todo familiares, todos los demás, embebidos de jazz hasta el tuétano, intentaban adaptarse a un tratamiento temático a menudo demasiado afín, precisamente, al rock y al pop.
Pat Metheny-Roy
Haynes QuartetPat Metheny (guitarras), Joshua Redman (saxo tenor), Christian McBride (contrabajo y bajo eléctrico), Roy Haynes (batería). Teatro Monumental. Madrid, 8 de noviembre.
El concierto arrancó en trío con tres piezas favoritas de Metheny: Turnaround, un clásico de Ornette Coleman; All the things you are, a tempo rápido, y The gentle rain, una balada de discreto calado. Se empezó a ver que tres baquetazos de Haynes decían más que todos los complejos desarrollos del guitarrista juntos. Una vez cerrado este primer capítulo, los dos líderes se aplicaron a echarse flores mutuamente y a sus compañeros.
Ración de elogios
Para cuando Joshua Redman salió al escenario ya había recibido su correspondiente ración de elogios. El saxofonista demostró que no eran gratuitos: hizo un magnífico solo en Question & answer y se defendió sobre We had a sister, dos originales de Metheny. Éste, que hasta entonces sólo había utilizado una guitarra acústica y su vieja Gibson, creyó oportuno pasar a armas, más contundentes para defenderse del dominio técnico y la casi insolente autoridad expresiva de Redman. Por ahí empezó a hacer agua el concierto.
El guitarrista empuñó un objeto tan sofisticado que hasta llevaba pegado en la caja el manual de instrucciones. Siguiéndolo cuidadosamente, acertó a disparar las sirenas del apocalipsis y a sofocar con grandes voces posibles insurrecciones. En pleno furor guitarrístico atacó después un calipso en el que hizo extensiva la licencia para divagar a placer.
Incluso Christian McBride, un portentoso contrabajista por lo general conciso y controlado, mostró su faceta exhibicionista. Metheny despachó finalmente las propinas, una en solitario y otra en grupo, con su acostumbrado ejercicio pastoral. Fue la última imposición de la razón del jefe.