Borrar las huellas
En el coloquio sobre federalismos de la Universidad de Aix-Marsella, un joven investigador francés hizo el repaso concreto de las exageraciones que, a su juicio, han configurado el mito de la represión ejercida por los jacobinos tras la insurrección federalista de Lyón en 1793. Dejando de lado el hecho de que el citado movimiento federalista no tenía nada de tal, ya que los girondinos compartían con sus adversarios la visión de Francia como nación una e indivisible, la precision de los datos, no impidió al ponente dejar caer sus simpatías hacia los practicantes del terror. Hubo, dijo, 1.700 ejecuciones en la ciudad, pero es que se trataba de una guerra civil. Para terminar subrayando el ridículo de un comentarista local que no hace mucho situó las matanzas de Lyón como punto de arranque de una trayectoria que culminaría en Auschwitz (sin duda por las ejecuciones en masa) y en Kortyn (marcando la continuidad entre jacobinismo y bolchevismo). Cuando en el debate posterior cometí la impertinencia de apuntar que esa aproximación no me parecía errónea, sobre todo por lo que el terror jacobino tiene de antecedente del leninista y del estaliniano en cuanto propuesta de exterminio del adversario al servicio de una regeneración social y política, la irritación fue visible en los componentes de la mesa. Había que ceñirse a la circunstancia histórica, no proceder a asimilaciones, evitar una lectura política (?) de los hechos del pasado.En definitiva, frente a la oleada contrarrevolucionaria que por los mismos días encamara en la misma Francia un Solzhenitsin conmemorando a los insurrectos de la Vendée, se trataba de cerrar filas mediante un aislamiento del periodo jacobino que desautorizara todo enfoque de larga duración, precisamente a efectos de preservar su valor como referente privilegiado de la fidelidad a la Revolución. El terror se reducía aún a la condición de exigencia técnica para la defensa del proceso revolucionario. Algo tan ideológico como la construcción alternativa.
No es, pues, casual que un deseo similar de borrar las pistas se encuentre también, y muy justificadamente, en los partidos comunistas que intentan hoy lograr una supervivencia política al calor de la crisis que afecta a las sociedades occidentales. Consecuentemente, negarán todo enlace con el estalinismo, argumentando que nada tienen que ver con la Rusia de los treinta ni de los ochenta, y, sobre todo, que aceptan la democracia como marco para desarrollar su actuación política. Los líderes más jóvenes pueden incluso creerse de buena fe esa ruptura frente a un mundo que ni siquiera conocieron. Las cosas se complican, sin embargo, si en la valoración introducimos la evidente continuidad en la concepción de los papeles del partido, representante natural de los intereses de los trabajadores y vanguardia suya, y del secretario general, así como la de la historia fundada en confrontación bipolar con el capitalismo. De aquí surge la pretensión, nada marxista, de que la política de oposición a los poderes capitalistas pueda prescindir de un análisis mínimamente riguroso de éstos. Los datos no fundamentan la decisión política; simplemente, la ilustran. Topamos con la esencia del estalinismo, tal y como la identificara Gyórgy Lukács: "No es la inteligencia profunda de las cosas la que guía su acción, sino que, por el contrario, en función de la táctica adoptada para la acción se reconstruye la inteligencia profunda de las cosas". Resulta dificil sustraerse a la impresión de que esa marca del diablo afecta de lleno al tipo de razonamiento político del actual secretario general del PCE, y ahí está como botón de muestra su reciente condena del pacto social que le permite hacer el llamamiento a la sempiterna movilización, basándose en la no menos permanente identidad de objetivos entre gobierno y burguesía. Y no es sólo cuestión de radicalismo. Del mismo modo, su predecesor Santiago Carrillo rehacía una y otra vez la imagen de la realidad española para ajustarla a sus consignas. Dos modos, un estilo de pensamiento.
En unas coordenadas distintas, la continuidad puede detectarse en otro de los componentes de nuestra historia inmediata: el nacionalismo vasco. A pesar de las rupturas aparentes, cuya importancia han subrayado desde el área cultural del PNV dos críticos de mi insistencia en destacar el enlace Sabino Arana-ETA. Por supuesto, es comprensible que el PNV intente presentar a ETA como fruto del franquismo, a efectos de disociar la propia imagen, inseparable de la de su fundador, del terrorismo. Tampoco cabe olvidar que el nacionalismo ha cambiado en un siglo de historia. Pero lo que cuenta, en definitiva, es ver si detrás de ETA o HB se encuentra una renovación ideológica progresista, o bien si prevalece el mismo antiespañolismo primario, apoyado en una militarización y en una sacralización de las relaciones políticas, que predicara Arana Goiri en la década de 1890. Cuando en la visita del Rey se pedía la aplicación a españoles de la Ley de Extranjería, o cuando se llama zipayos a los ertzainas, estamos, a mi entender, dentro del más puro enfoque sabiniano.
Vuelvo a insistir en la clarificación aportada por Gurutz Jáuregui sobre el papel del franquismo: Arana describió erróneamente a Euskadi como una nación ocupada militannente por España, pero Franco hizo efectiva esa ocupación, con lo cual el núcleo duro del planteamiento sabiniano adquirió una fuerza que aún no ha perdido. Es cierto que en los años sesenta-setenta ETA ensayó una mutación, que se afirmó en la superficie, pero que en el fondo generó sólo una dinámica de desgarramientos (cuya deriva alcanza hoy beneficiosamente al propio PSOE) y repliegues (de lo cual HB es la mejor muestra). Por muchos profesores de ética amigos que vengan a encubrir esta actitud fundamentalista bajo el nombre de cultura de resistencia, el hecho es innegable, como lo son sus trágicos resultados. Se ven y se oyen, desde dentro y desde fuera de Euskadi. Porque la violencia es una clave del legado de Sabino Arana. Obviamente, éste no fue un teórico de la lucha armada, ni pudo inspirarse en las guerrillas del general Giap o del FLN argelino, pero vuelve a ser innegable que su manifiesto político Bizkaya por su independencia no consiste en un análisis de la situación social y política vasca en el fin de siglo, ni en un repertorio de propuestas políticas, sino en el relato de cuatro batallas ejemplares contra España, seguido de un grito: "¡De esta suerte sabe Bizkaya sacudir el yugo extranjenro!". Armas en la mano y frente al invasor español. Con el mismo decorado histórico y mental de cartón piedra, ahí estamos.
Claro que, por desgracia, no sólo en el campo del nacionalismo radical registramos recurrentemente los efectos de una herencia histórica. Las dos muertes de etarras tras su detención devuelven actualidad a la exigencia de depurar los residuos franquistas en las fuerzas de orden público, así como de acabar con el hábito de los ministros del Interior consistente en la exculpación a toda costa de sus subordinados. La anécdota de la confraternización de policía y etarra en tomo a una lata de cerveza resulta digna de pasar a las antologías del humor político negro en un país que cuenta con antecedentes tan notorios de defenestraciones como los de Julián Grimau y del estudiante Ruano. Las imágenes del pasado gravitan inevitablemente sobre este caso y no vale refugiarse en que los correligionarios de los terroristas carecen de legitimidad para protestar, ya que ellos ensalzan sus propios crímenes. Son los demócratas quienes deben exigir, con decisión mucho mayor que lo hicieran los grupos parlamentarios en la comparecencia de Corcuera, una clarificación imprescindible para consolidar la legitimidad de su propia causa. También aquí el repaso de la historia invita a cortar las amarras con el pasado.
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