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Un pez con mucha sal

Confundir un pez gádido (Gadus morrhua) con una música sincopada que suele escucharse entre notables efluvios alcohólicos y drogas de diseño no sólo es una memez, sino una falta de respeto. El bacalao, bacalao, no es sólo un pez, sino algo digno de destetar gigantes, como cita Álvaro Cunqueiro. Por eso, quizá merezca la pena recordar la auténtica ruta del bacalao, que tiene en Madrid referencia, presencia y culto.Todavía hay quien recuerda que en las cartillas de racionamiento de posguerra el bacalao tenía su correspondiente cupón, junto al tocino, el azúcar y los garbanzos, lo que le dio carácter de alimento para tiempos bravos. Atrás quedan las citas del Qujote y las acémilas que atravesaban Páramo del Sil con las bacaladas sobre el renaz entre arpilleras. Atrás queda el aceite de hígado de bacalao y las migajas de hebra que servían de tapa en las tascas de Mesonero Romanos y aledaños. Pero ni el microondas ni la comida rápida pueden relegar al olvido a este pez que, desde sus gélidas aguas del norte del Atlántico, encontró en los países latinos el fogón de la inmortalidad.

Comercios de barrio

El bacalao como mercancía exclusiva se refugia hoy en siete u ocho tiendas de Madrid, aunque, unido a otras mercaderías recias -como salazones y variantes-, se encuentra en todos los mercados. Hablamos, claro, de la bacalada, es decir, el bacalao seco y curado, porque bacalao fresco puede encontrarse en todas las pescaderías. Las tiendas exclusivas, de reducido tamaño, tienen un encanto especial. Son, en el mejor sentido de la palabra, comercios de barrio, atendidos con mimo y conciencia de lo que se expende.

El negocio, según cuenta Salvador, de La Casa del Bacalao, se sostiene sin grandes altibajos, aunque su florecimiento es por estos meses, cuando se acerca la Navidad. En estas tiendas se encuentran expuestos, como si de incunables de distintas procedencias se tratara, desde suntuosos lomos o exquisitas cocochas hasta modestas migas para relleno. La demanda en la actualidad se divide de modo equilibrado entre particulares y restaurantes, aunque algunos programas de televisión, en particular el de Karlos Arguiñano, hacen que, por días, determinadas piezas suban de cotización.

En cuanto al consumo directo, la ruta del bacalao madrileña se haría interminable, pero como no es cuestión de agotarse, sino de disfrutar, mencionaremos en esta relación de olvidos al histórico Labra, bar-restaurante de la calle de Tetuán, junto a la Puerta del Sol. Allí una clientela variopinta que va desde el estudiante al rentista y desde el vendedor ambulante hasta el intelectual orgánico trasiegan, con tinto o cerveza, el quizá mayor número de tajadas de bacalao y croquetas de la capital, en la seguridad de estar haciendo bien por su cuerpo y por su alma. No puede dejar de citarse La Zamorana (Galileo, 2 l), ni sus pimientos rellenos ni su pil-pil. Por buena vecindad y reconocimiento al origen, hay que acercarse hasta el restaurante Fado, en la plaza de San Martín, 2, para probar el bacalao dorado y otras preparaciones. Naturalmente, todo restaurante vasco-navarro tiene entre sus platos más representativos varias maneras de degustar el pez.

Las recetas, única guía fiable para seguir esta ruta interior, son tan numerosas como afilada sea la imaginación del cocinero, porque la cocina del bacalao es, sobre todo, un arte del matiz.

Sin embargo, en la amplísima y tantas veces ilustre bibliografía sobre el gádido merece citarse un librito de Luis San Valentín titulado La cocina de las monjas (Alianza Editorial), que sin estar dedicado en exclusiva, ni mucho menos, al bacalao, refleja en diez preparaciones la estima que este manjar tiene entre las gentes de Dios. Y lo más fácil, pedir en casa, para el domingo, patatas con bacalao.

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