Decíamos ayer
Sonny Rollins empezó el concierto inaugural del 14º Festival de Madrid justo por donde lo había finalizado tres años atrás. Rollins no ha cambiado desde que en 1972 reapareció tras una crisis creativa que le sumió en el silencio durante cinco largos años. El tiempo ha demostrado que la recuperación fue sólo aparente: regresó convencido de que su época de esplendor había pasado. La muerte de su gran amigo John Coltrane, en 1967, le había dejado sin contendiente en la fructífera batalla artística que mantenía vivo su afán de superación. Rollins es ahora un gigantesco maestro del saxo tenor que también incluye la rutina en su manera de entender el jazz.Apareció con gafas de sol de montura blanca y un pañuelo en la cabeza, a lo jugador de ruleta rusa. Presentó precipitadamente a sus músicos y se lanzó, impaciente, a improvisar sobre Where or when. Se sabía dónde había empezado, pero no se adivinaba cuándo podía terminar; enlazaba compases poseído por una especie de incontinencia musical de consecuencias no siempre afortunadas. Le salvaban su proverbial sentido del ritmo, su incesante caudal de ideas melódicas y su ilimitada gama de recursos. Casi con exactitud matemática, midió después otro solo de diez minutos sobre el calipso Duke of iron; para entonces empezaba a revelarse en toda su crudeza la falta de un acompañamiento más imaginativo.
Sonny Rollins Sextet
Sonny Rollins (saxo tenor), Clifton Anderson (trombón), Jerome Harris (guitarra), Bob Cranshaw (bajo eléctrico), Greg Williams (batería) y Victor Lee Yuen (percusión). Teatro Monumental. Madrid, 26 de octubre.
Rollins disfrutaba con su papel de dueño y señor. En volandas de una amplificación confusa, se acercó por primer vez a la balada en Darn that dream. Fue un fugaz momento de reposo que una inofensiva versión de Falling in love with love se encargó de turbar. Tras el descanso, cambió los colores de su atuendo y arrancó con un emotivo Lotus blossom, obra maestra del gran Billy Strayhorn, para seguir con Tenor madness, la única pieza que grabara junto a Coltrane, y uno de sus temas emblemáticos, el calipso St. Thomas. En la comparación mental con su propia historia, Rollins salía, invariablemente, malparado.
Su sonido ha perdido empaque y nobleza, y su fraseo ignora injustamente aquellos significativos silencios que antes le concedían personalidad y potenciaban su poder expresivo. Sigue siendo uno de unos los grandes saxofonistas de todos los tiempos, un amigo entrañable a quien siempre es un placer volver a saludar. Lástima que ya no traiga buenas noticias.
Babelia
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