El interés general y los particulares
Como ocurre en los países civilizados, nuestra normativa impide que los propietarios de suelo decidan libremente el uso del espacio. Pero su grado de intervención es homologable con las normativas europeas. No deja sin capacidad de acción al propietario, ni pretende expropiarle en justo castigo a su voracidad, ni traslada todas las decisiones a la autoridad urbanística.¡Ojalá fuera cierto que, en nuestro sistema urbanístico, los tiempos del proceso los marcara la Administración! ¡Ojalá la regulación urbanística hubiera sido capaz de determinar, con generalidad y efectividad, cuándo hay que urbanizar y edificar! Se habría evitado, puesto que hay suficiente suelo urbanizable no desarrollado y muchos solares retenidos, la escasez de oferta de la segunda mitad de los ochenta.
¿Cuál es entonces el problema? Fundamentalmente, y esto no quiere decir que no existan otros, el pobre y lento proceso de conversión del suelo urbanizable en edificación, debido a un conjunto complejo de disfunciones, imputables en parte a la actitud de los propietarios y en parte a la acción administrativa. Y sobre todo al escaso desarrollo de un tercer agente que debiera ser fundamental en el proceso: el urbanizador, público o privado, que no tiene por qué coincidir con el propietario.
Tampoco se basa en la discrecionalidad de la acción pública, si por ello se entiende carencia de reglas de juego adecuadamente definidas o su aplicación arbitraria. Al contrario, está llena de garantías para evitarla, y eso es, precisamente, una de las causas de su complejidad y lentitud: la normativa básica condiciona el planeamiento al respeto de derechos individuales y necesidades colectivas; se elabora con información y participación pública; su aprobación requiere el acuerdo de dos administraciones (local y autonómica); un sistema (complejo) de equidistribución persigue equilibrar los derechos de los propietarios; la concesión de licencias es un acto normado, y en todas las fases caben recursos contra las decisiones administrativas.
La finalidad de estos procesos puede haberse desvirtuado, lo que sin duda exige reformas normativas y de gestión que los simplifiquen. Pero la única discrecionalidad efectiva de la que se puede hablar en el mercado del suelo es la que ha ejercido y ejerce el propietario del suelo urbano o urbanizable. No es seguro que la solución sea aumentarla.Debe matizarse la afirmación de que nuestro sistema urbanístico impone al propietario cuándo debe actuar. La decisión de desarrollar un suelo (una vez calificado como urbanizable, obviamente) corresponde a los propietarios, que, por cierto, invierten dos terceras partes del proceso de gestión urbanística en alcanzar un acuerdo entre ellos.Los ayuntamientos sólo pueden fijar plazos máximos para desarrollar los derechos urbanísticos, que también son deberes de la propiedad. La obligación de edificar en un plazo restringido, establecida por los socialistas en la Ley del Suelo del 90, puede perturbar la libertad del propietario, pero también podría constituir un poderoso instrumento de lucha contra la retención especulativa. Su eficacia dependerá de su aceptación social y de la voluntad y capacidad de los ayuntamientos que deben aplicarla.
Quizá no haya razones para ser. optimistas y haya que pensar en otros instrumentos más directos de intervención.Tampoco la autoridad urbanística decide siempre con el máximo detalle el uso de cada espacio. Nuestra legislación permite que el planeamiento sea detallista, pero también permite dejar un amplio margen de libertad a la iniciativa del promotor. La elección corresponde al Ayuntamiento, y hay ejemplos para todos los gustos. La situación es muy distinta en suelo urbano consolidado, donde la ciudad preexistente obliga al detalle urbanístico, que en nuevas áreas urbanizables, donde, por lo general, lo que se señala son los aspectos fundamentales que afectan a la valoración del suelo.
El planeamiento establece, y debe hacerlo, limitaciones a ciertos usos: a los grandes centros comerciales en el extrarradio, por ejemplo, por los condicionantes que implican para el sistema de transportes, o la terciarización del centro, porque sus efectos se valoran ideológicamente de forma muy diferente y corresponde a los ayuntamientos decidir qué ciudad quieren tener. Por cierto, si tan graves eran las restricciones, ¿como es que ahora sobran tantos metros cuadrados de oficinas? El elevadísimo stock vacante de oficinas y viviendas de alto precio demuestra que la mano invisible puede cometer errores tanto o más graves que el planeamiento urbano y quizá mucho más irreversibles.
La segmentación del mercado del suelo, que es inevitable por su naturaleza, sólo marginalmente se debe a estas limitaciones en su uso. La verdadera y significativa segmentación se produce por el control que realizan su propiedad en un mercado donde el precio del suelo se forma en función de las expectativas del precio de lo que se puede construir sobre él.
Hoy, puesto que nadie cuestiona su existencia ni pretende su supresión, el planeamiento urbanístico debe perfeccionar la forma en que cumple su función pública como regulador del proceso de desarrollo urbano.
Para ello, las actuaciones más inmediatas deben perseguir la simplificación de procedimientos y reducción de plazos, sobre todo en gestión y ejecución del planeamiento de desarrollo, que es donde se produce básicamente la inadecuada respuesta de la oferta de solares ante la evolución de la demanda. Ello requiere modificaciones normativas que deben efectuar las comunidades autónomas en función de sus competencias legislativas. Existen ya muy interesantes planteamientos en marcha (Nuevos horizontes del urbanismo, Ciudad y Territorio, 95-96, MOPTMA), que, dentro de la actual normativa básica, proponen soluciones que pasan por acabar con la actual confusión entre propiedad del suelo e iniciativa urbanizadora.
La propuesta de sustituir el pretendido carácter discrecional del planeamiento por reglas automáticas requiere ser explicada con más detalle para comprender su alcance y consecuencia, que es imposible deducir del resumen que Carlos Solchaga (EL PAÍS, 7 de octubre) hace del capítulo dedicado al mercado del suelo del informe, elaborado por el Tribunal de Defensa de la Competencia. Pero, cualquiera que sean estas reglas, su definición y contenido también podrán ser calificadas de discrecionales, en el sentido de que serán el resultado de alguna decisión humana que deberá adoptar una forma políticamente organizada, puesto que esas reglas no podrán, supongo, ser deducidas por algún cerebro invisible de las ecuaciones que gobiernan la dinámica de los astros.
En breve conclusión, el planeamiento ha producido suficiente suelo urbanizable, pero el proceso urbanístico no ha sido capaz de poner en servicio suficiente suelo urbano por razones que no son sólo imputables a la regulación pública del mercado del suelo. Para solucionar el problema hace falta modificar normativamente los procedimientos urbanísticos, revisar el papel excesivamente central que el propietario y la propiedad juegan en nuestro sistema urbanístico y desarrollar una intervención pública más decidida.
Pero ni la interpretación de los problemas ni la propuesta de soluciones es una mera cuestión técnica. En el fondo subyace la diferencia entre quienes confían más en el orden espontáneo que resulta, creen, de una mayor libertad de los operadores económicos, que en el constructivismo voluntarista del planeamiento, incluso para actividades tan plagadas de efectos externos, implicaciones en el largo plazo, irreversibilidades, impactos sociales y ambientales como es el desarrollo urbano. Otros, en cambio, creemos que hay que ayudar mucho a la mano invisible para conciliar el interés general con los intereses particulares de los propietarios del suelo, porque hay valores que no tienen traducción en precios y porque en un sistema de propiedad privada la especulación es una consecuencia lógica de la dinámica del desarrollo urbano.
Y sobre todo porque el suelo se compra y se vende, pero la ciudad no es una mercancía, sino un espacio políticamente organizado.
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