La autonomía del Banco de España
LA AUTONOMíA de los bancos centrales de los países que aspiran a participar en la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria (UEM) forma parte de las exigencias establecidas en el Tratado para la Unión Europea. Aun cuando pueda dudarse de la aplicación futura de ese tratado en todos sus términos, la aplicación de esa estipulación es de todo punto razonable. Varios países cuyos bancos centrales dependían de sus Gobiernos, entre ellos Francia, ya han aprobado sus respectivos estatutos de autonomía. El Gobierno español, tal y como estaba comprometido en el Programa de Convergencia aprobado por el Parlamento, remitió a las Cortes el proyecto de ley correspondiente antes del término de la pasada legislatura, pero acabó engrosando el lote de los proyectos inéditos al convocarse las elecciones generales. Ahora vuelve a hacerlo respetando esencialmente aquel texto.Además de esa autonomía en la definición y ejecución de la política monetaria con el fin de garantizar la estabilidad de los precios, el proyecto es taxativo en la prohibición de que el Banco de España financie al Tesoro y demás entes públicos, al tiempo que introduce algunas modificaciones en el régimen de los órganos rectores del banco con el fin de reforzar su autonomía. Al igual que en el proyecto primitivo, la formulación de la política de tipo de cambio de la peseta seguirá siendo competencia del Gobierno, aunque deberá consultar al banco con el fin de evitar conflictos entre la política cambiaria y el objetivo de la estabilidad de precios.
Pocas dudas existen sobre la conveniencia de esa autonomía para la formulación y ejecución de la política monetaria como condición necesaria, aunque en modo alguno suficiente, para fortalecer la credibilidad de la política económica y, en concreto, para asegurar su orientación antiinflacionista. La experiencia derivada de otros países donde el banco central dispone de la mencionada autonomía es suficientemente elocuente en la consecución de una tasa de inflación por lo general más baja que las de los países cuyo banco central depende del Gobierno, sin que ello conlleve automáticamente el éxito del control de la inflación.
Y ello por varias razones: en primer lugar, porque la independencia de un banco central no supone por sí sola una mayor eficacia del mismo, sino un requisito previo que deberá servir de base para la actuación de profesionales de gran cualificación. En el caso del Banco de España no parecen existir dudas sobre la previsible confianza que le otorgará el Parlamento a su funcionamiento autónomo.
Relevante es igualmente, como se ha puesto de manifiesto en las discusiones en otros países europeos, la clarificación de cometidos de los bancos centrales. Caben pocas discrepancias sobre la eficacia con la que una institución de tales características podrá afrontar la prioridad de la lucha contra la inflación, mayor cuanto más exclusiva sea. Aquí también la experiencia vuelve a ser relevante: los casos paradigmáticos más frecuentemente utilizados, y desde luego el del Bundesbank es el más representativo, son entidades cuyo objetivo, prácticamente exclusivo, es la estabilidad de los precios. Fuera de su ámbito quedan las tareas, no menos importantes pero funcionalmente distintas, relativas a la regulación del sistema financiero o a la ejecución de la supervisión bancaria, cuya complementariedad con su principal objetivo es, cuando menos, cuestionable.
Aunque pocas reformas de las planteadas en ese Programa de Convergencia dispondrán previsiblemente de tan amplio consenso como la que ahora se presenta ante el Congreso, ello no ha de ser óbice para que los parlamentarios españoles debatan en profundidad los términos de ese proyecto de ley y asuman toda su trascendencia. Deberá ser ante ellos, a partir de su entrada en vigor, donde los responsables de esa institución habrán de rendir cuentas de su gestión.
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