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El novelista como demiurgo

Escritor de resonancia internacional desde La ciudad y los perros, que fue en 1963, de la mano del Premio Biblioteca Breve, la auténtica punta de lanza del éxito mundial de la novela hispanoamericana, la trayectoria literaria de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) es rica y variada: 10 novelas, un volumen de relatos, una novela corta, varias obras de teatro, un libro de memorias, varios libros de crítica literaria y una ingente producción periodística (Vargas Llosa es un excelente escritor de periódico), recopilada parcialmente en tres gruesos volúmenes, componen la producción de este creador incesante y apasionado, que además se ha visto aupado en los últimos años a los espectaculares escenarios de la política. A ellos subió, en efecto, con su decisión de aspirar a la presidencia de Perú en 1990, tras protagonizar una sonada campaña internacional contra la estatalización de la banca decretada en el 87 por el presidente peruano Alan García. En las páginas memoriales de El pez en el agua ha historiado el escritor estos años fervorosos y turbulentos.La actitud de Vargas Llosa era consecuente, por lo demás, con su radical adhesión al neoliberalismo, según se configuró en los ochenta de la mano de teóricos como Hayek y Popper, pero en definitiva no hacía sino proseguir la línea de compromiso, de coherencia entre vida y pensamiento, que venía sustentando la actividad literaria del escritor desde sus comienzos, cuando se convirtió muy pronto en un entusiasta valedor de la revolución castrista. Y fue él, por cierto, uno de los primeros en ponerla en la picota, sobre todo a partir del triste caso Padilla. Esta inversión o reversión de su ideología política, pero no de su talante vital, ha sometido al novelista a compañías seguramente indescadas e inimaginables por los años que escribía La ciudad y los perros o Conversación en la catedral.

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Este viraje doctrinal le ha acarreado al escritor muchas críticas, y cabe suscribir algunas de ellas. Pero no es de recibo que esas críticas se extiendan a veces a la descalificación global de una obra tan potente y rica como la suya. Porque, además, se esté o no de acuerdo con estos planteamientos neoliberales, el narrador ha seguido siendo fiel a su defensa de los derechos humanos, que tan vigorosamente iluminaba su primera novela, como acredita su magnífica ¿Quién mató a Palomino Molero radical recusación de los corruptos mecanismos represivos del Estado, o El hablador, una emocionante defensa de las oprimidas minorías indias de las selvas americanas.

Escritor del XIX

Más de una vez, Marlo Vargas Llosa ha reivindicado su concepción de la novela total, es decir, de aquella en la que el novelista es un suplantador de Dios, alguien que crea una realidad total, un mundo que a la vez es espejo del mundo y es otro mundo independiente, que corrige y modifica y transforma a aquél; que está regido por sus propias leyes y gobernado por la palabra todopoderosa de su autor, un deicida al fin, un asesino simbólico de la creación. Los grandes modelos literarios del escritor se pliegan a esta ambiciosa voluntad demiúrgica: desde Joanot Martorell, cuya rehabilitación literaria ha sido en gran medida una empresa del admirable crítico que es Vargas Llosa, hasta Gustave Flaubert, a quien ha dedicado un ensayo perdurable (La orgía perpetua, Flaubert y Madame Bovary), y William Faulkner. Historia de un deicidio se llama el excelente estudio -su tesis doctoral en origen- que ha consagrado a Gabriel García Márquez y su obra maestra Cien años de soledad.

El mundo se inventa, o se reinventa, en la novela sobre la base de una concepción muy amplia, muy inclusiva, de lo real. Como otros maestros de la literatura hispanoamericana, Vargas Llosa posee y practica una suerte de realismo integral, que da cabida a lo real objetivo pero también a lo real imaginario, a la razón y a la sinrazón, a la inteligencia y al sueño. Es al cabo la poética subyacente del Quijote, pero también la de Dostolevski, y al citar a un autor del gran realismo decimonónico (que no fue sólo balzaquiano, pero conviene recordar que incluso Balzac era para Baudelaire ante todo un visionario) no lo hago gratuitamente. Más allá de sus devociones contemporáneas, Vargas Llosa es, me parece, un legítimo heredero de la novela del XIX.

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