La pasión según Romero de Torres
Hay algo desconcertante en el aciago destino póstumo de Julio Romero de Torres, esa mala fortuna crítica que -frente a la defensa numantina que sus fieles establecen desde la exaltación retórica- ha tendido a negarle el pan y la sal en muchos de los discursos críticos más rigurosos sobre nuestra memoria artística en este siglo.Incluso cuando, pasada la lógica beligerancia de las sustituciones generacionales y la sacralización del papel hegemónico de las vanguardias, las revisiones históricas han tendido a una mayor templanza y mejor disposición a la hora de conceder a cada cual su peso específico en el mapa retrospectivo de las modas y debates estéticos, Romero de Torres ha seguido bajo sospecha, cuando no despertando reacciones histéricas.
Julio Romero de Torres
Fundación Mapfte Vida. General Perón, 40. Madrid. Hasta el 31 de diciembre.
Así, muy a menudo, los balances sobre la huella española en el mapa de las tendencias simbolistas a caballo del cambio de siglo, bien condescendientes a la hora de incluir personajes mucho más episódicos o miméticos respecto a los clichés europeos, han menospreciado o silenciado al pintor cordobés, cuya extrema originalidad simbolista fue, sin embargo, ya reivindicada por Fontbona en el apéndice español a la Historia de la pintura modernista europea, de Hofstatter.
Confieso una antigua debilidad por la pintura de Romero de Torres que me ha valido en más de una ocasión el despertar serias sospechas sobre mi cordura y gusto, y una de las convicciones que mejor me reafirman en mi inclinación es precisamente, junto a la coherencia del lugar que Romero de Torres ocupa dentro del contexto de debate europeo y español de su tiempo, la firme sospecha de que aquello que lo hace históricamente indigesto es lo mismo que en vida cimentó su extraordinario impacto tanto en determinados círculos intelectuales, no necesariamente comulgantes con su credo estético, como en un extenso espectro del gusto popular. Y ello responde, a mi juicio, a su capacidad para construir un arquetipo que remueve aguas profundas y no siempre fácilmente confesables (de ahí las reacciones que convoca) en las entrañas fantasmales de nuestra identidad.
Creo, por tanto, especialmente oportuna la ocasión que nos brinda esta excelente retrospectiva sobre la figura y la obra de Romero de Torres, ejemplar en su esfuerzo por arrojar una nueva luz que barra por igual leyendas y prejuicios. Debemos destacar, en ese sentido, la aproximación crítica establecida por el comisario de la muestra, Francisco Calvo Serraller, que no sólo hace transparente la pertinencia y singularidad de la apuesta de Romero de Torres en el debate de su tiempo, sino que nos invita a seguirle más allá, desentrañando las ambivalentes e intrincadas raíces sobre las que el maestro cordobés teje su laberíntica visión del deseo.
Como bien supo intuir ya en 1917 Margarita Nelken, el estereotipo femenino que Romero de Torres elabora "con cuerpo de pagana y gestos de oración" es, además de una mujer símbolo, un emblema que abarca en su conjunto el tejido más íntimo de nuestra cultura. En ello reside la versión singularista y compleja que el pintor acuña dentro del flujo del oscuro erotismo de 1900, y que en su caso posee un mismo desgarro latente en la ambivalente sensualidad de las estilizaciones místicas como en la truculencia abismal que alcanzan composiciones como la del tardío Cante hondo.
Espejo en exceso impúdico, la pintura de Romero de Torres desnuda en nuestro rostro plural (en el de nuestra identidad espectral) pasiones y rasgos que imponen a la mirada un vértigo en el que, desde luego, no siempre resulta fácil reconocerse.
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