Constructor de emociones
Ramón Vázquez Molezún, protagonista destacado de la arquitectura española contemporánea, murió en Madrid en la madrugada del pasado viernes, a los 71 años. Como todas las muertes largamente anunciadas [padecía una hepatitis vírica desde hacía 20 años], la de Molezún suscita más incredulidad que sorpresa. Había estado muy enfermo durante tanto tiempo, que sus amigos habíamos dado por supuesto que nunca llegaría a morirse del todo. Las conversaciones con José Antonio Corrales, su socio de siempre, se iniciaban invariablemente con la demanda de noticias sobre la salud de Ramón, y ese hábito obstinado lo tomamos muchos como una garantía eficaz de supervivencia. Pero a partir de este octubre ventoso e invernal, Corrales se verá exento de esa labor amable y penosa. Molezún se le habrá muerto a él y a nosotros y las enciclopedias podrán cerrar el paréntesis biográfico: (La Coruña 1922, Madrid 1993).Entre esos dos signos ortográficos habitó el arquitecto más dotado y el individuo más entrañable de su generación. Infatigablemente inventivo y desbordantemente generoso, la creatividad técnica y la cordialidad vital hicieron de Ramón Molezún el arquitecto más admirado y más querido por sus contemporáneos: una combinación bien infrecuente.
Graduado en Madrid en 1948, y pensionado en Roma desde 1949, la carrera arquitectónica de Ramón Molezún se inicia en 1952, fecha en la que se asocia a José Antonio Corrales, con quien realizó la mayor parte de sus obras y con el que obtuvo la última Medalla de Oro de la Arquitectura. El Instituto de Herrera de Pisuerga, una construcción de violentas geometrías diagonales ensambladas por una estructura de madera, con ecos de los constructivistas soviéticos, fue una de las primeras realizaciones de la pareja. Tanto éste como la posterior Residencia en Miraflores de la Sierra -proyectada con Alejandro de la Sota- fueron edificios que lograron extraordinarios resultados expresivos con muy limitados medios, una circunstancia que se daría también en el pabellón de España en la Expo de Bruselas de 1958.
El pabellón, una construcción desmontable formada por paraguas hexagonales metálicos de distintas alturas que materializaban un espacio indefinido y fluido, fue el primer edificio moderno oficial, y simbolizó la voluntad de apertura y modernización de una España que estaba entonces saliendo de la autarquía. A la sombra del Atomium, el pabellón español, en el que la arquitectura se hacía inseparable de la construcción, adquirió tal popularidad que se tomó la decisión de trasladarlo a la Casa de Campo madrileña, donde, sumamente degradado por el tiempo y la desidia, todavía subsiste.
Durante los prósperos años sesenta, Molezún y Corrales tendrían una vida profesional muy activa, fruto de la cual serían numerosos edificios en Madrid y en las zonas turísticas de la costa, ejecutados todos con su característica eficacia y aplomo, y que culminaría, ya en la primera mitad de los setenta, con la elegante sede de Bankunión en el madrileño paseo de la Castellana: un pequeño rascacielos de oficinas, ufanamente tecnológico, que da bien cuenta del optimismo económico de los años del boom. Pero ninguna de sus obras posteriores llegaría a tener la influencia mítica del pabellón de Bruselas, una construcción que forma parte de la historia de la arquitectura de este siglo, y cuya rehabilitación sería el mejor homenaje que podría ofrecerse a Ramón Vázquez Molezún en el momento doloroso de su muerte.
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