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Democracia y nueva sociedad

En nuestros días, los ideales democráticos aparecen con múltiples contenidos y significados. De cara a la nueva centuria, la democracia se expresa con un tono plural y rompe las ataduras que la concebían como un simple mecanismo electoral. A través de los años, los mexicanos hemos crea do un sistema político que se inscribe en la tradición republicana, sustentado en un esquema de alianzas y contrapesos en el que destaca la figura presidencial. La presencia de un Ejecutivo fuerte, con amplias facultades consagradas en la Constitución, ha contribuido a lograr estabilidad y paz social durante largo tiempo, además de haber sido un factor relevante para la integración de la nación y el relevo generacional.También por razones históricas similares, la ciudad de México, además de ser la sede de los poderes federales, se ha constituido en el centro político y económico de la nación, lo que ha generado una concentración excesiva de población y de las actividades económicas y políticas que generan problemas de enorme dimensión y gran diversidad, cuya atención oportuna demanda esfuerzos y recursos en forma prácticamente ilimitada.

A lo largo de nuestra historia, la institución presidencial ha sido el centro de la vida política nacional. Sin embargo, todo parece indicar que ha llegado el momento para que la presidencia, libre de la amplia discrecionalidad que ha ejercido y más allá de personalidades concretas o de simpatías personales, rediseñe su posición frente a los demás factores de poder, basándose tanto en los nuevos elementos que hoy caracterizan la acción de gobierno y el ejercicio político como en las nuevas formas que definen la fuerza institucional del Estado y la legítima representación del conjunto social.

En otro orden de ideas, el país cuenta con un sistema de partidos que aún no terminan de consolidarse como alternativas reales para la representación social. El PRI, que surge como consecuencia del proceso revolucionario de 1910, mantiene un predominio casi absoluto: desde 1929 todos los presidentes de la República, la gran mayoría de los legisladores y gobernadores estatales han surgido de sus filas. A la fecha, los partidos de oposición, salvo excepciones, no han logrado mantener una sólida presencia política a nivel nacional. En muchas ocasiones la conformación de éstos obedece a coyunturas particulares y no a inquietudes profundas de los sectores sociales.

Por mucho tiempo la sociedad mexicana asumió una actitud pasiva frente a los procesos políticos. Esto obedeció, entre otras cosas, a la actitud patemalista de algunos gobiernos al poner en marcha programas de beneficio social, lo que inhibió el surgimiento de una sociedad civil crítica y combativa. Además, las organizaciones políticas, lejos de fomentar entre la ciudadanía una auténtica militancia, se ocuparon más de reclutarla como simple clientela política. En la actualidad, las reivindicaciones sociales consagradas en la Constitución de 1917 permanecen vigentes para amplios sectores de la población. Ya no parece viable un modelo de gestión unilateral. La solución de los problemas pide una mayor autonomía de la sociedad que se traduzca en libertades políticas y participación más activa en las decisiones gubernamentales y comunitarias.

Ante este desearlo, la Administración del presidente Salinas de Gortari se propuso llevar a cabo una reforma política acorde con las expectativas de la población, a fin de perfeccionar los mecanismos electorales y fortalecerlos como un ejercicio ciudadano, ordenado y con estricto apego a la ley. Hoy, por ejemplo, se discuten nuevas fórmulas encaminadas a abrir el Senado de la República a un más rico pluripartidismo, incrementando el número de senadores por entidad federativa, para que los Estados tengan mayor representación en los trabajos de la federación; a suprimir los colegios electorales de ambas Cámaras y por ende la autocalificación, otorgando la función en última instancia al Tribunal Federal Electoral; a regular el financiamiento de los partidos y establecer topes a los gastos de campaña; a fijar criterios para la compra de espacios comerciales en radio y televisión; a ofrecer resultados inmediatos de los comicios, y a verificar el padrón electoral por parte de empresas privadas, propuestas por los partidos.

En México la vía electoral garantiza, cada día con mayor eficacia, la transmisión pacífica del poder. Así lo confirma el hecho de que la oposición gobierna en tres entidades federativas, así como en un número significativo de municipios. No obstante, el gran problema a resolver es el abstencionismo. Para abatirlo no sólo el Gobiemo debe asegurar las condiciones de credibilidad electoral, sino que los partidos tienen que impulsar su propia modernización a fin de asumir nuevas posiciones y compromisos con la ciudadanía. Los partidos, contrariamente a lo que pudiera suponerse, no han sido los grandes protagonistas del proceso democrático: el impulso social los ha rebasado. Esta necesaria modernización debe impulsarse especialmente en el seno del PRI. Es tiempo de que las relaciones entre esta organización y el Gobierno se definan con claridad, precisión y de cara a la sociedad.

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Otro de los aspectos centrales dentro de la reforma política se refiere a la democratización del Gobierno de la Ciudad de México. Desde principios de siglo, la ciudad es administrada y dirigida por el ejecutivo federal, a través de un funcionario. No cuenta con un congreso propio que realice labores legislativas, porque esta tarea es competencia del Congreso de la Unión, pero su crecimiento acelerado y el incremento de sus problemas exigen instrumentar mecanismos de representación que permitan a los ciudadanos participar directamente en el gobierno de la capital.

Debido a ello, en 1988 se creó la Asamblea de Representantes del Distrito Federal con facultades legislativas para revisar las finanzas de la ciudad. Se establece la creación de consejos ciudadanos para que participen en la elaboración de los programas de Gobierno; se elimina la autocalificación en la elección de los asambleístas y se establece la elección indirecta del regente de la ciudad, quien surgirá, a propuesta del Ejecutivo, de entre los miembros de la asamblea o de los representantes electos por los ciudadanos.

La reforma política no ha estado exenta de críticas. Los cambios han roto con concepciones que se consideraron inmutables. En este contexto se inscribe la modificación constitucional que reconoce y otorga personalidad jurídica a las asociaciones religiosas y permite que éstas participen directamente en la educación, así como en los diversos ámbitos de la vida nacional. Además, se autoriza al Estado para establecer relaciones diplomáticas con el Vaticano que no se habían tenido por el principio de la separación de la Iglesia y el Estado decretado desde el siglo pasado en las llamadas Leyes de Reforma y recogido en la Constitución de 1917.

El cambio responde a la necesidad de reconocer que un Estado moderno no tolera más la simulación, ni negociaciones a puerta cerrada y que los procesos democráticos no deben ser, bajo ningún punto de vista, excluyentes; un Estado moderno que ahora reclama de las iglesias un comportamiento más maduro, en concordancia con el desarrollo de una democracia plural. La reforma política, a diferencia de la económica, tiene tiempos de gestión y ejecución que no pueden predecirse con exactitud. Todo ejercicio democrático pretende encontrar el punto de equilibrio entre intereses contradictorios. Lograrlo significa buscar, por la vía del diálogo acuerdos mínimos entre las diferentes fuerzas políticas que permitan sacar adelante las propuestas. Los resultados tienen que observarse en el mediano y largo plazo, ya que la simple voluntad gubernamental es insuficiente para consolidar los cambios. En el umbral del siglo XXI, México se acerca a la definición de un proyecto de nación surgido del centro mismo de la sociedad.

La sociedad mexicana, tanto sus sectores más educados como los que se encuentran en desventaja social, sabe hoy que nadie hará por ella lo que no haga por sí misma. Por eso, se organiza, actúa y se muestra dispuesta a asumir todos los riesgos: la incertidumbre misma de la democracia. Pero hay en ella un arraigado sentimiento nacional que, sin llegar al límite de la intolerancia o de la Violencia, le confiere una secreta seguridad.

Alfredo Baranda fue embajador de México en España.

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