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Doble crisis de legitimidad

Remedando a Clemenceau, se ha dicho que la economía es una cuestión demasiado seria para dejarla en manos de los economistas. Y, en efecto, uno no sabe qué admirar más, si el refinamiento intelectual que ha adquirido el análisis económico o la incapacidad de los que profesan ésta ciencia para lograr, pese al grado de sofisticación alcanzado, un crecimiento autosostenido y ecológicamente equilibrado que permita anclarse en un bienestar que a todos alcance, una vez conseguido, una redistribución bastante igualitaria de la renta. Y no se diga que pedimos el paraíso sobre la tierra; los gobernantes no prometen otra cosa, sobre todo en periodo electoral.Los del oficio se defienden alegando que las promesas de los políticos no tienen demasiado fundamento, ya que los objetivos que proponen no siempre resultan coherentes entre sí: el crecimiento tal vez no sea compatible con una mejor redistribución de la renta, o bien atender a las demandas ecológicas podría frenar el crecimiento. En fin, que en una economía dinámica hay que contar con desequilibrios y, sobre todo, poseer una gran flexibilidad para irse adaptando a situaciones en cambio permanente. Lo más elemental que la economía nos enseña es que hay que elegir entre fines -no se pueden cumplir todos a la vez-, ya que, obviamente, los recursos son siempre limitados. La economía existe como ciencia sencillamente porque las necesidades humanas son infinitas y los recursos disponibles, en cambio, tienen límites bien precisos. Un cierto desfase o desequilibrio constituye así el punto de partida, y muy probablemente el de llegada, de cualquier análisis económico.

Importa, por consiguiente, distinguir el discurso político del económico. El político define necesidades y el orden en que deben satisfacerse; el económico, la forma más racional de llevarlo a cabo con los medios disponibles. No habría problema si estos dos ámbitos se mantuvieran diferenciados; lo grave es que se entremezclan de tal modo que el discurso político se ve interferido, a veces incluso cercenado, por argumentos económicos, a la vez que el discurso económico tiene que asumir no pocos condicionamientos políticos y sociales para ser escuchado. La mezcolanza de los argumentos políticos con los económicos, y de los económicos con los políticos, constituye la red ideológica sobre la que flotan los intereses de los más fuertes.

Si el derecho -contrato social- sirvió en el pasado para legitimar el orden político y social establecido, ahora la legitimidad proviene casi exclusivamente de la economía: el Gobierno se legitima si crece un bienestar generalizado; pierde credibilidad cuando cesa esta dinámica y, a la vez que aumenta el paro, se congelan los ingresos. Si antes era el jurista el personaje central del Estado, precisamente por detentar un saber particular que contribuía decisivamente a legitimarlo, ahora esta función, de hecho, la desempeña el economista.

Obsérvese que esta primacía se debe no tanto a su aporte a la hora de resolver los problemas económicos -la economía, pese a su prestigio, se ha mostrado incapaz de evitar las crisis periódicas- como a su nueva función de legitimar la política del Gobierno con el pronóstico -utilísimo para mantenerse en el poder- de que estamos siempre a punto de remontar la crisis, a lo más tardar en el próximo trimestre.

Marx ya ridiculizaba a los oráculos de la ciencia económica que, una vez salidos de la crisis, se empeñan en "demostrar que esta vez la medalla no tiene la otra cara, que esta vez se ha vencido al destino inexorable" , para volver al comienzo de la siguiente "a desatarse con palabrería moralizante y banal contra la industria y el comercio or no haber tenido la suficiente precaución ni la previsión neesaria" (The New York Daily Tribune del 24 de septiembre de 853).

Y no se diga que predecir y remontar las crisis, que en el fondo significaría evitarlas, es pedir demasiado a la ciencia económica. ¿Para qué serviría entonces la economía si no fuee para resolver satisfactoriamente los problemas de la producción y de la redistribución, enseñando a interferir de manera adecuada en el ciclo económico? Keynes creía que estaba al alcance de la mano la solución de los problemas materiales de la existencia; en cuanto el saber económico libertara a la humanidad -a menudo se olvida que no hay libertad sino para el que previamente haya satisfecho las necesidades básicas-7-, podríamos dedicarnos a resolver las cuestiones científicas y filosóficas que tanto atraían al economista británico, pero que, con muy buen sentido, contra que no estaba moralmente autorizado a dedicarse a ellas mientras no se hubiera resuelto la cuestión de la sobrevivencia humana en libertad y dignidad. El encomiable primum vivere, deinde philosophari constituye supuesto básico de cualquier persona con sentido común, y no sólo del materialista marxistizante.

El hecho es que no se controla el ciclo económico ni siquiera con los aportes teóricos keynesianos. No faltan los economistas que ahora piensan que las crisis periódicas son consustanciales, no ya sólo con el capitalismo, sino con cualquier economía dinámica, y que, por tanto, habrá que resignarse a sufrirlas periódicamente, sin que quepa el poder evitarlas -pese a que la que se acaba de remontar suele definirse como la última- porque constituiría el precio a pagar por las otras muchas bondades del sistema.

Desmoronada la confrontación ideológica, propia de la guerra fría, por la puerta trasera se cuelan no pocos conocimientos olvidados. Habrá que reconocer que, por lo menos, en haber observado y analizado las crisis periódicas, y por tanto necesarias, que aquejan al capitalismo no andaba tan descaminado el viejo Marx.

Marx definía las crisis con crisis de superproducción: al motor de la producción de maximalización de los beneficios, cada uno en su rama continuará produciendo hasta más allá del punto en que la capacidad social de pago pueda absorber las cantidades producidas. Se pone así de manifiesto lo que Marx llama "el milagro de la superproducción y de la supermiseria": en un mundo en el que a la mayor parte les falta hasta lo más imprescindible, los mercados se ven saturados y hay que restringir la producción. Para decirlo con la metáfora tan expresiva que emplea en El capital, Ias crisis en el capitalismo son como el vómito para los romanos: hacen hueco para poder continuar comiendo".

Como se sabe, Marx llama a la superproducción, origen permanente de las crisis, "la contradicción fundamental del capital desarrollado". No es el artículo de periódico el lugar adecuado para internarnos en la teoría marxiana de la crisis económica, de que se ocupó de manera deslavazada a lo largo de su vida -como, por lo demás, de tantos otros temas que supo plantear con genial intuición sin lograr escribir la monografía prometida en la que sistematizase una teoría convincente de la crisis económica. Con todo, pese a los muchos flecos que ha dejado sueltos y no pocas dificultades intrínsecas, constituye un prometedor punto de partida que habrá que sacar del desván para su ulterior desarrollo y aplicación a las condiciones actuales.

Con la enorme literatura al respecto, maravilla cómo las crisis cogen a los gobernantes, y a los economistas, de sorpresa, como si se tratara de catástrofes naturales impredecibles; en las que, además, la política económica realizada no hubiera tenido la menor incidencia, ya que surgen en un contexto internacional en el que cada país por sí tiene escasas posibilidades de influir. Presentándose sin culpa en la llegada de la crisis, el Gobierno, sin embargo, no cesa de prometer sin el menor pudor que a la mayor brevedad y por sus propios méritos nos va a sacar del agujero. La responsabilidad de la situación económica recae en un fantasma difícilmente objetivable, la coyuntura internacional; la salida, en cambio, impone aceptar siempre una misma política, que cabría comprimir en la fórmula: frenar

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