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Todos perdimos la guerra

Empezando por el final del artículo de Manolo Vázquez Montalbán (La limpieza étnica de los señoritos, 14 de septiembre de 1993), lo único cierto es que la guerra civil la perdieron los republicanos y, como él sabe mejor que nadie, la perdimos también los hijos de los republicanos. Reducir la cosa, y la democracia sobrevenida tan tarde, a una victoria de señoritos me parece una reducción y una caricatura. Una guerra civil nunca puede ser ganada por nadie. La pierden, la perdimos, todos, y es luego muy difícil restablecer la convivencia.El acto que propició el cambio a la democracia, tan lento y, por cierto, tan poco rupturista que llamamos transición, fue el tránsito

-felizmente definitivo- de Franco. Sólo el atentado de los años acabó con él. Así son las cosas. Cabe sentir alguna melancolía por tan prosaico desenlace a una historia nada pródiga en golpes de suerte como el que por fin nos llegó, tan demorado por lo demás, pero qué se le va a hacer. Al fin y al cabo tenemos democracia y en ella estamos, o en su compañía.Tal convivencia me parece un don inaudito, y, en estos momentos, el hecho de que dispongamos de ella en el país, un verdadero prodigio. Prodigiosa, o simplemente inerte como se le figurará a más de uno, la situación en la que estamos es por lo menos, vaya, soportable. Sin proporción más llevadera que la padecida durante siglos. (Porque aquello de "contra Franco...", eso sí sería pura y dura -de mollera- adolescencia).

Creo que todos queremos la convivencia, que todos la deseamos y que muchos hemos combatido -y Manolo Vázquez entre los mejores- por ella. Pero tengo la impresión de que los hay partidarios de una convivencia, sí, pero dirigida. Y los hay que, simplemente, agradecen que la haya; si éstos son simples, pues son simples sin los cuales el mundo podría dejar de existir. El fuego de un carácter de escritor sin duda arrebatado en algún momento puede llevar a Vázquez Montalbán a una especie de llamarada devastadora; tal vez cree que le bullen las ideas, y sólo se trata de un atasco de palabras. La conciencia de lo relativo, lección que en los últimos años ha suministrado sin recato, no apunta en sus líneas. No quiere insertarse en su propia alegoría. A diferencia de Baudelaire, siempre tiene razón. Pero lo malo de tener siempre razón es que se puede acostumbrar uno a que los otros no la tengan nunca. Pero el pensamiento de dirección única es un hueso apto sólo para roedores de estricta observancia.

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He ahí lo que desconcierta del artículo de Vázquez Montalbán. Que, tan cargado de razón como se siente y tan imbuido de su razón de luchar, pretende desquiciar con sinrazones las cosas; a través de fórmulas como la del título mismo de su artículo, o la especie de "mandato genético" de una a otras generaciones -de Porcioles a Maragall- o la "etnia social" a que alude. (¿En qué tratado entrará tal guinda sociológica?). La persecución a perpetradores de desaguisados le lleva a reduccionismos indecorosos. ¿Es señoritismo la realidad de tantos espacios nuevos en todos los barrios de la ciudad, desde Can Dragó al parque de Sant Pau del Camp y al del Clot, pasando entre otros por el de la Estació del Nord y el de Sant Martí? ¿Lo es haber convertido el Bogatell en, una playa y conseguir que la ciudad por fin vea el mar? No se puede tildar a nadie de señorito sin juzgar su obra.

En las declaraciones sobre Porcioles, otro alcalde, característicamente, se pronunció a su respecto.

Acabaré diciendo que, la mención de lo étnico, y peor, de la limpieza étnica referidas tanto a supuestos señoritos como a damas y caballeros en general produce náuseas. Realidades demasiado cercanas, sufrimientos inconcebibles y de veras totales y cruentos deberían detener el paso del discurso crítico sobre una anécdota metropolitana, y al cabo pacífica, para confundirlos con una tragedia que a todos conmueve. ¿Cómo es posible comparar con asesinos las acciones, entre corteses y protocolarias, rendidas a un burgués de cuerpo presente?

Bajo la forma de una reflexión política se cuela un rosario de insultos, en una precisa armazón de árbitro de las miserias de este mundo. La entereza de las propias convicciones no debe estar reñida con la urbanidad, pues de lo contrario es sólo una irritación desorbitada lo que podemos deducir de algunas líneas como las de Vázquez Montalbán.

Lluís Izquierdo es catedrático de Literatura.

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