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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Somalia

LAS ESCENAS de furia protagonizadas por los somalíes que intentaban reponerse en Mogadiscio del último ataque lanzado contra el cuartel general del señor de la guerra Mohamed Aidid dan idea de lo que está ocurriendo en este torturado país. El Ejército de Esta-, dos Unidos, encuadrado en los cascos azules que integran la Operación Devolver la Esperanza, desencadenó el pasado lunes una más de sus acciones de castigo cuyas consecuencias cayeron principalmente sobre la población civil.Hay 25.000 soldados internacionales en Somalia; componen la fuerza conocida como ONUSOM. De ellos, 18.000 son norteamericanos, y todos parecen ahora concentrados en el objetivo de encontrar y apresar a Aidid, al que hacen culpable de la totalidad. de los males que aquejan al país. Y en el maremágnum de la escalada de violencia, todos han olvidado el objetivo inicial de la operación lanzada en diciembre pasado por el Consejo de Seguridad. Entonces la intención de Washington, anunciada en las últimas horas de la presidencia de George Bush, aparentaba ser únicamente humanitaria.

Se trataba de distribuir alimentos y socorro a una población a la que la desnutrición y la tiranía estaban diezmando: en 1992, 350.000 somalíes murieron víctimas de la hambruna y de la guerra. La Operación Devolver la Esperanza fue, probablemente un buen gesto de Bush: socorrer a un pueblo sin pretender que la acción tuviera efectos políticos o sin prejuzgar sus consecuencias. Tan necesaria era la acción, que el mero primer desembarco de menos de 2.000 marines paralizó a los combatientes, hizo que los dos protagonistas de la guerra -Aidid y Alí Mahdi- firmaran la paz y permitió la libre distribución de ayuda humanitaria. Pero, como no estaba previsto, a nadie se le ocurrió que era indispensable desarmar a los contendientes para impedirles pelear de nuevo. Peor aún: utilizar a 30.000 hombres (número previsto para la operación) en la realización de una tarea que, casi sin disparar un tiro, podían haber concluido en unos días menos de 2.000, fue una exageración sin sentido. La escalada era inevitable.

Los señores de la guerra iban a tardar poco en volverse a enfrentar y lo que se necesitaba era diplomacia, no violencia. Sólo si las fuerzas internacionales comprendían que la solución política tenía que venir de la mano de las distintas facciones somalíes podría impedirse el salto atrás. No fue así, y las primeras gestiones del embajador norteamericano Oakley pronto dieron paso a la participación de los cascos azules en las hostilidades. Y como no podía menos de suceder, en la escalada de violencia empezaron a caer mujeres y niños. Los muertos somalíes se cuentan por centenares; los de las fuerzas internacionales son hasta ahora 50, -dos cascos azules italianos fueron ayer los últimos de la lista- y los de la prensa, 5. Lo que es asombroso es que cuando los soldados de la ONUSOM desembarcaron en la playa de Mogadiscio, nadie ignoraba la ambición y agresividad de Aidid.

La comunidad internacional pretende que las Naciones Unidas desempeñen un papel creciente en la pacificación de conflictos, lo que parece exigir un ejército permanente que preserve la paz. Pero ¿cómo? ¿Acaso, al igual que en la antigua Yugoslavia, formando una fuerza de interposición cuyo único argumento es la autoridad moral que combatientes de mala fe burlan a su capricho, pero que a largo plazo pueden imponer el respeto por ser su único objetivo la paz? ¿O tomar partido e intervenir en la guerra, como ocurre en Somalia? ¿Separar o castigar? La Operación Devolver la Esperanza es el más contundente ejemplo de que esta segunda alternativa es la peor; entre otras cosas, porque, al concluir, la situación estará más deteriorada que cuando comenzó.

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