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Toreó Ortega Cano

Valdemoro / González, Niño de la Capea, Ortega

Toros de Valdemoro, chicos, bien armados, aunque 5o sospechoso de pitones; flojos, encastados; 3% bravo y noble; 6% fuerte y manso.

Dámaso González: tres pinchazos y media atravesada (pitos); primer aviso antes de matar, cinco pinchazos -segundo aviso- y rueda de mantazos del matador y un peón que tumban al toro (pitos). Niño de la Capea: pinchazo trasero bajo, pinchazo y media a paso banderillas (pitos); estocada corta perpendicular trasera y tres descabellos (pitos).

Ortega Cano: bajonazo (dos orejas); pinchazo, otro a paso banderillas, nuevo pinchazo y descabello (palmas).

Plaza de Colmenar Viejo, 28 de agosto. Primera corrida de feria. Cerca del lleno.

Ortega Cano, toreó. No se dice a humo de pajas. Se dice con toda intención, pues no todos los que se visten de luces y matan toros, torean. Por ejemplo y sin ir más lejos, Dámaso González, en la primera corrida colmenareña, pegaba pases que no es lo mismo. Y Niño de la Capea ni siquiera pases pegaba; zapatillazos, en cambio, si pegó.

El aspecto de los toros pudo ser lo que provocó el recelo en el pegapasista diestro y en el zapatillero artista, no porque aparecieran grandes -que eran chicos-, ni porque se fueran a comer a nadie, sino porque presentaban por delante unas astas vueltas de apreciable arboladura y les rebullía castita por dentro de sus cuerpecillos inquietos. Es decir, algo de lo que no queda: esas astas y esa casta propias del toro bravo tal cual lo parió la vaca madre de todas las vacas y estuvo justificando la lidia con sus naturales emociones durante siglos. Hasta que arrumbó un nuevo taurinismo con ideas propias sobre la fiesta, que consisten en inutilizar al toro y suprimir su lidia; y para conseguir sus propósitos, no vacilan en corromper hasta el lucero del alba.

Al torito guapo, encastado y noble, Ortega Cano le hizo el toreo bueno. No tanto con la izquierda, que empleó para dos tandas de naturales sin especial relieve, como con la derecha, que dibujó el redondo cadencioso, cargada la suerte, en series de acabada ligazón. Intercalando adornos también estuvo inspirado Ortega Cano, y culminó la faena mediante el engarce de un afarolado, cambio de mano, trincherilla, abaniqueo y desplante de rodillas, que pusieron al público en pie.

Lo malo fue que esa excelente faena la emborronó Ortega Cano con un horrendo bajonazo. Está claro que nadie es perfecto. Al sexto, el toro fuerte y manso de la corrida, que embestía a oleadas, huía del castigo, recibió cuatro varazos en regla uno de ellos corrido hasta los propios medios y aún pudo necesitar más, Ortega lo porfió valentón y sereno, pero el toro se limitaba a probar el engaño, sin embestirlo ni nada, y resolvió liquidarlo pronto. Y a todo esto, en ningún momento se amaneró el diestro, ni se jaleaba a sí mismo, ni dirigía lánguidas miradas al tendido, según acostumbra. Sencillamente, se sentía torero en esta ventosa tarde colmenareña y como torero de comportó.

Un ataque de pegapasismo le debió entrar a Dámaso González. El hombre se puso a pegar pases de forma obsesiva y llegó a perder la noción del tiempo. El presidente hizo señas a la banda para que dejara de tocar, pues llevaba 10 minutos interpretando Nerva y se iba a morir asfixiado un músico de un momento a otro. Luego envió un aviso y Dámaso González, al oirlo, pareció despertar de una pesadilla. A lo mejor soñaba que estaba pegando pases. Entonces se puso a pinchar al toro, y pues no conseguía metarlo, entre él y un banderillero lo marearon a fuerza de mantazos. "¡Más pases no, cielos!", mugió el toro, y se resignó a morir por Dios y por la patria. 0 sea, que se tumbó, y allí se las dieran todas.

Niño de la Capea dio unos redondos corriendo bien la mano al segundo torito guapo y después quien corría era él. Citaba pegando un zapatillazo, templaba poco, aguantaba menos. El quinto le desbordó y le desarmó dos veces. Así debían torear en la prehistoria. Si no llega a ser por la aportación artística de Ortega Cano, hubiéramos creído que aún estábamos en las cavernas.

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