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FRANCISCO AYALA Bosnia y la República española

Con el interés que bien podrá comprenderse, he leído en EL PAÍS el reciente artículo [publicado el 14 de agosto] de Gabriel Jackson, donde el historiador compara lo acontecido a España en 1936 con lo que ahora ocurre con Bosnia; y, por supuesto, estoy muy de acuerdo en cuanto a la homologación que hace de ambas situaciones. Siempre se ha dicho que la historia se repite; pero se ha dicho también que la historia nunca se repite; y, sin embargo, curiosamente, las verdades envueltas en uno y otro contrarios asertos resultan compatibles.Reconozco por lo pronto, y me parece evidentísimo, que existe un estrecho paralelismo entre el tratamiento internacional que están recibiendo los conflictos internos de la antigua Yugoslavia y el tratamiento que la Liga de las Naciones aplicó en su día a la guerra civil española. Con eso y todo, entiendo al mismo tiempo que el marco histórico de referencia es muy distinto en cada caso, pues no en vano la historia universal ha seguido su curso durante el lapso que separa las fechas de 1936 y 1992, cambiando el panorama general.

Según yo lo veo, la extemporaneidad del caso español (y aquí podría, si se quiere, establecerse también otro paralelismo con la extemporaneidad del caso balcánico) condenó a nuestra República a sucumbir en el contexto de una pugna entre los poderes nacionales europeos, pugna que la inmediata guerra mundial liquidaría con el definitivo descenso de tales poderes a un nivel secundario. La precedente guerra europea -llamada, tras de intervenir en ella Estados Unidos, gran guerra y más tarde, retrospectivamente, primera guerra mundial- había concluido estableciendo en el Viejo Continente, con el Tratado de Versalles, unas condiciones inicuas e insensatas que, lejos de dar lugar a que esa fuese "la última guerra", como se había pretendido, debían incubar, por contra, la catástrofe de 1939-1945. El lapso entre las dos conflagraciones mundiales fue para Europa una especie de paréntesis histórico, periodo de ensimismamiento durante el cual se consumaría un fenómeno ya pronosticado desde la segunda mitad del siglo XIX: la erección a sus costados de sendas colosales superpotencias, mientras que en su seno el insidioso malestar, creado por un orden político-social que se había montado sobre bases falsas y por ello precarias, daba ocasión a que prosperasen aberrantes ideologías. Por un lado, las promesas del marxismo, metido ya con la revolución rusa en lo que -todavía apenas perceptible- era una vía muerta, conservaban para muchos su validez; y por el otro, las propuestas del fascismo, aparatosas y espectaculares en su engañosa retórica, atraían la atención y solicitaban el entusiasmo de diversos grupos de descontentos. Mientras tanto España -una España que ("sin pulso", como se diagnosticó) había perdurado largamente al margen de la historia universal- desplegaba ahora renovadas energías y empezaba a ponerse en movimiento. A los españoles nos ilusionaban entonces las perspectivas de una democracia libre, como firme promesa de un futuro mejor. La proclamación de la República de 1931 fue, en efecto, acontecimiento de la más profunda y feliz significación para nuestra vida nacional.

Sin embargo y por desgracia, la República venía a destiempo en una Europa donde el comunismo y el fascismo habían llegado a ser las únicas fuerzas capaces de apasionar y mover a las gentes. La vieja preocupación con "el problema de España" había llevado con frecuencia a señalar -y lamentar- su desconexión histórica con el entorno; y, sea como quiera, en ese preciso momento tal desconexión hubo de tener consecuencias particularmente dramáticas: España adoptaba un régimen democrático liberal cuando en el resto de Europa instituciones semejantes pervivían -donde aún pervivían- desanimadamente, en manera rutinaria, y amenazadas por regímenes fascistas que ya iban a dominar el centro del continente, desde cuya parte oriental un socialismo también totalitario hacía ya muchos años que emitía sus señales. No será inoportuno recordar a este propósito que -para contraste con la tónica europea- si el fascismo español se reducía por entonces a grupos mínimos de señoritos estetizantes, en las Cortes Constituyentes de la República (una cámara de 484 miembros) sólo figuraba un diputado que se proclamase comunista, y que cuando cinco años más tarde se produjo, bajo inspiración reaccionaria, el alzamiento contra la República, ésta aún no había reconocido a la Unión Soviética ni mantenía relaciones diplomáticas con ella. Esto, por cuanto se ha pretendido justificar dicho alzamiento atribuyéndole el móvil de cerrar el paso al comunismo en España. Por lo demás, parece indiscutible que sin la intervención de Italia y de Alemania aquella sublevación no hubiera llegado a convertirse en una guerra civil de casi tres años, sino que de un modo u otro habría quedado liquidada en unos cuantos días.

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Así pues, el conflicto español vino a brindar a los Estados totalitarios, deseosos de romper el status quo europeo establecido por el Tratado de Versalles, una oportunidad sumamente favorable; y, claro está, se apresuraron a aprovecharla, apoyando a los rebeldes en su empresa. En cuanto a los Gobiernos democráticos -y en particular el de Francia con su flamante "frente popular"-, la guerra civil que aquéllos alimentaban en nuestro territorio sería vista como una complicación muy enojosa, como un impertinente fastidio venido a perturbarles la siesta en que dormitaban. La política internacional aplicada por ellos a nuestro conflicto civil consistió de hecho en una aviesa conjura tácitamente encaminada a aislar y ahogar a la República española, con el vano designio de apaciguar a los amenazadores poderes emergentes. Así, España quedaría presa en un pulso entre las potencias conservadoras y las potencias insurgentes (seudorevolucionarias) de una Europa donde los Estados totalitarios que desafiaban el status quo se enfrentaban con el desmayo de unas democracias anquilosadas, atrincheradas en sus posiciones, y mal dispuestas a defenderlas mediante el blando y triste recurso de entregarles sucesivas prendas.

Como bien se advierte, la falaz política de unilateral "no intervención", de la que entonces se hizo víctima a nuestro país, sólo superficialmente puede parangonarse con la perplejidad que hoy tiene paralizadas a las potencias de nuestros días frente al caso de Bosnia. La situación actual -es decir, el marco histórico de referencia- es completamente distinta. Para empezar, los conflictos balcá-

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