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El rey de los belgas y la Comunidad

¿Tendrá la subida al trono de Alberto II la misma importancia para Bélgica que la que tuvo para España la de Juan Carlos? Aunque con muchas diferencias, la situación de peligro en ambos países en el momento de la ascensión al trono de los nuevos monarcas tiene cierto paralelismo. En Madrid, la nueva democracia era débil frente a un Ejército, formado por un dictador militar, enemigo de todo separatismo e incluso del federalismo. En Bruselas, la unidad national es el eslabón más débil de una cadena cuyos eslabones democráticos, sin embargo, parecen sólidos. Pero la ruptura del primero podría poner en entredicho a los segundos, ya que quien fomenta, sobre todo, el separatismo es el Vlaams Block, un grupo de extrema derecha poco sensible a las libertades políticas y al pluralismo intelectual.El nuevo "rey de los belgas" -título oficial que subraya su calidad de símbolo de la unión de todos los ciudadanos- sube al trono unos meses después de la promulgación de una nueva Constitución que establece un Estado federal compuesto por tres regiones ampliamente autónomas: la flamenca, la valona y la bruselense.

Alejado hasta ahora de la política, discreto y apartado de los asuntos de Estado, como lo estaba el príncipe Juan Carlos, ¿reaccionará Alberto II ante las situaciones graves como aquél lo hizo? Aquellos de sus súbditos que todavía creen en la existencia de Bélgica lo esperan de todo corazón. Si tiene éxito en su tarea, más dificil en Bruselas de lo que lo era en Madrid, habrá que dar constancia del desarrollo de una nueva función de la monarquía en las democracias occidentales, paradójica pero eficaz.

Para llevar a cabo su tarea, el rey de los belgas podrá contar con la ayuda de la Comunidad Europea siempre que ésta tome conciencia de sus deberes fundamentales. Algunos separatistas, flamencos y valones, sueñan con una "Europa de las regiones" en la que no existiría más que un único Estado: el Estado europeo, heredero de las viejas atribuciones de los Estados nacionales, que pasarían a estar divididos en regiones autónomas, las cuales dependerían directamente de la Comunidad. Hay que desinflar sin pérdida de tiempo ese globo. Ni Francia ni el Reino Unido aceptarían, en un plazo previsible, una estructura así. Italia, a pesar de sus divisiones, sería reacia, como lo demuestra la evolución de la Liga del Norte, que ha sustituido su vieja reivindicación de separatismo por la, de federalismo. Ni siquiera los länder de Alemania, las regiones de Europa que disfrutan de una mayor autonomía, aceptarían la desaparición del Estado alemán.

La cuestión belga debe llevar a la Comunidad a precisar con claridad el hecho de que no sólo exige de sus miembros una aptitud técnica basada en el desarrollo de los aparatos de producción, sino también una aptitud ética basada en el nivel de democracia y de solidaridad. Y ésta implica la existencia de una contradicción evidente entre la voluntad de unión de los Estados sobre la base de una progresiva igualdad, fundamento de la empresa comunitaria, y la voluntad de secesión tendente a reforzar las diferencias étnicas, culturales, sociales y económicas de los diversos elementos que componen el Estado existente. Toda secesión es anticomunitaria por naturaleza.

Ya en 1991 se había advertido sobre la consecuencia lógica de esta contradicción en un debate celebrado en Praga con parlamentarios checoslovacos que exponían el avance de la idea separatista en cada uno de los dos elementos de la federación. Se les respondió que una escisión en dos Estados, uno checo y otro eslovaco, demostraría una incapacidad de convivir que retrasaría por mucho tiempo la integración de cada uno de ellos en la Comunidad. Si esta última hubiera asumido el tema de forma oficial, no hubiera tenido lugar la ruptura del país 18 meses más tarde. ¿Tendrá esta vez la Comunidad el valor de prevenir a los belgas de que el fin de su Estado significaría que cada uno de sus sucesores tendría que sufrir una larga cuarentena antes de entrar en la CE?

Jamás sería posible una sucesión natural. Tres mini-Estados -uno flamenco, más rico y guardián celoso de sus riquezas; otro valón, empobrecido por el egoísmo del primero, y un tercero, el bruselense, que reproduciría en miniatura las divisiones de la actual Bélgica- es algo radicalmente diferente al Estado que los otros 11 miembros de la Comunidad admitieron como socio. Sólo un acuerdo unánime de los otros 11 miembros, tras una deliberación en el seno del Consejo, unido al voto favorable del Parlamento Europeo, podría permitir a los secesionistas formar parte de la Comunidad. También sería natural que la sede de la Comunidad dejara de estar en Bruselas, a menos que la ciudad y su región aceptaran convertirse en un distrito federal bajo la autoridad colectiva de los Doce.

La unidad de. Bélgica descansa, pues, en dos pilares: el rey y la Comunidad. Sería deseable que el primero logre que la segunda se enfrente a sus responsabilidades en este terreno porque el "virus separatista" diagnosticado por el primer ministro, Dehaene, tiende a extenderse por toda Europa y podría convertirse en una especie de sida si no estamos alerta cuando todavía no es virulento. Pero ¿es cierto que flamencos y valones no se soportan, como no cesan de repetir mientras afirman que van a separarse pronto?

Alberto II no debería olvidar que su ilustre antepasado, Alberto I, recibió un día una carta abierta que proclamaba: "¡Ya no hay belgas, sólo hay flamencos y valones!".

Maurice Duverger es profesor emérito de la Sorbona y diputado por Italia en el Parlamento Europeo.

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