El escándalo de la perfección
Intentar a estas alturas hacer un comentario de urgencia que diga algo nuevo sobre El sueño eterno es tiempo tonto y perdido. Esta película es una de las mejor hechas por Howard Hawks, una de las mejor escritas por William Faulkner y Jules Furthman, y una de las mejor interpretadas por Humphrey Bogart y Lauren Bacall tras su primer enfrentamiento mágico en Tener y no tener, también dirigida y escrita por los mismos maestros. Y basta.No acudir a ver -quienes por edad o descuido no la hayan visto- esta maravilla del blanco y negro en cuanto colores primordiales del cine es al menos tan absurdo como que no vuelvan (una y diez veces) a verla quienes ya la hayan visto. Muchos autoindulgentes pensarán que no les hace falta para verla salir a la calle y fundirse en el asfalto del agosto madrileño, pues tienen la película en un vídeo o la han mirado de reojo, doblada y a saltos entre mortadelas publicitarias, en un pase de la televisión. No se trata de aguarles la fiesta -pues cada vecino es dueño de mover sus zapatos hacia donde guste-, pero El sueño eterno -como cualquier obra maestra del cine-, vista en la pantalla de un televisor, es una caricatura de El sueño eterno vista en la penumbra de una gran pantalla y oída en su versión original.
El sueño eterno
(The big sleep)Dirección: Howard Hawks. Guión: William Faulkner, Leigh Brackett y Jules Furthinan, basado en la novela de Raymond Chandler. Fotografía: Sid Hickox. Música: Max Steiner. Estados Unidos, 1946. Intérpretes: Humphrey Bogart, Lauren Bacall, John Ridgley, Martha Vickers, Elisha Cook. Reposición en el cine Bogart de Madrid, en versión original.
Esto -que los parisielises, los neoyorquinos o los londinenses se saben de carrerilla- parece ignorarse todavía en una ciudad como Madrid, donde hay mucha gente que quiere y sabe ver cine y no se les da ocasión para alimentar y afinar su gana y su sabiduría. No se reponen -salvo en ciclos de la Filmoteca y en huecos casi casuales que abren salas como la que, ahora recupera El sueño eterno- las obras clásicas, y esto crea una cada vez mayor incapacidad para discernir entre el buen cine de hoy, que escasea, y el malo, que abunda. Por ejemplo, ahora que el thriller o género negro, está a la orden del día en la producción más interesante del cine estadounidense, recuperar El sueño eterno no tiene precio, pues viéndola se nos revelan claves indispensables para lograr una contemplación solvente del thriller actual. No se puede llegar al fondo de Muerte entre las flores, El ojo público o Uno de los nuestros desconociendo El sueño eterno.
Y muchas, muchísimas más obras maestras del clasicismo que debieran ser exhibidas cíclica e incesantemente. Se ha dicho y hay que repetirlo hasta la extenuación: basta vivir un año en París, Londres o Nueva York -entre otras ciudades viveros del cine- para tener ocasión de contemplar en una sala -fuera del sucedáneo del mueble televisivo- lo fundamental de la historia del cine, o la parte de ésta indispensable para distinguir el oro de la ganga en la producción actual, donde reina la estafa del gato por liebre. Sólo conociendo el sabor de la liebre podrá uno protegerse de que le llenen el estómago con tajadas de gato. Y El sueño eterno es liebre pura, cine de la más alta precisión e inteligencia, con calidad, oficio y finura insuperables: la perfección misma. Y cuando no se conoce la perfección, difícilmente puede librarse uno de no saber medir la verdadera altura de infinidad de amaños audiovisuales que se nos ofrecen como diamantes y sólo son bisutería, cuando no pura y simple basura.
Debiera ser norma reponer sistemáticamente el gran cine clásico. Hoy, cuando nuestros ojos están contaminados por la avalancha sin forma de los miles de películas que anualmente se consumen indiscriminadamente, asistir a una sesión de verdadero arte cinematográfico visto como hay que verlo es un acto de incalculable valor pedagógico, y por ello cívico y eminentemente práctico. No estamos por ello ante ningún delirio cinefílico, sino ante la única forma de combatir la malformación que padece el espectador actual, cada vez más lleno de vacíos. Más de un enamorado de Indiana Jones seguro que no conoce el cine de John Ford, y no le vendría mal saber que, mientras Spielberg hace sus Indianas, vuelve a ver una y otra vez, para recordar como se trenza lo inmortal en cine, Centauros del desierto, otra obra perfecta, como El sueño eterno, como centenares más, como ese humilde y portentoso western (¿cuantos lo conocen?) titulado Incidente en Ox Bow, que enseñó en 1942 a un muchacho largirucho y asombrado llamado Clint Eastwood a hacer medio siglo después Sin perdón.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.