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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tratamiento mortal

CUANDO TODAVÍA no se ha resuelto el caso de los hemofílicos infectados de sida por transfusión sanguínea -el Gobierno conservador francés acaba de poner en marcha una reforma legal que posibilita el enjuiciamiento de los presuntos responsables políticos-, Francia se enfrenta a un nuevo escándalo médico-sanitario que puede tener, igualmente, graves repercusiones políticas. El asunto consiste en que en la década de los ochenta se habría inyectado a niños afectados de enanismo hormonas de crecimiento contaminadas de un virus causante de un proceso degenerativo del sistema nervioso central que ha causado la locura y, después, la muerte de la mayoría de ellos. Y lo más inquietante es que no se puede asegurar que la tragedia haya concluido: un millar de niños fueron tratados entre enero de 1984 y junio de 1985, periodo en el que el riesgo de contaminación fue más alto.La justicia francesa ha encontrado indicios suficientes para incriminar por "homicidio involuntario" a los médicos responsables del tratamiento. Las primeras investigaciones resaltan varios datos inquietantes: la falta de control sobre la causa de la muerte de los donantes de las hipófisis con que se elaboraban dichas hormonas de crecimiento; su fabricación y aplicación hasta el año 1988 (aunque parece que lotes de estas hormonas siguieron estando disponibles hasta 1992), es decir, cuando hacía por lo menos tres años que se habían detectado algunos casos de inoculación del virus infeccioso, y por último, la utilización de técnicas de depuración incapaces de desactivar virus poco resistentes.

Aunque cuantitativamente este caso pueda parecer menor en relación con el de la sangre contaminada -más de 250 muertos de momento y 1.200 infectados de sida-, cualitativamente es igual de grave: revela pautas de comportamiento médico y científico de alto riesgo, difícilmente comprensibles desde la óptica del ciudadano, así como actuaciones administrativas peligrosamente permisivas, no se sabe si por burocratismo o por causa de una errónea evaluación del riesgo. Todo ello configura un cuadro que a veces se convierte en desencadenante de auténticas catástrofes sanitarias. En Francia y fuera de ella.

La justicia tendrá que determinar si estos comportamientos profesionales y administrativos tienen, o no, entidad penal. Pero aunque no la tuvieran, ello no dejaría de poner en cuestión determinados métodos rnédico-científicos y modos de relación con el paciente. ¿Deben aplicarse tratamientos que pueden ocasionar daños más graves a la salud que la enfermedad que se quiere eliminar? Y, sobre todo, ¿debe ocultarse al paciente el riesgo que corre? Casos como éste deberían servir de revulsivo a profesionales de la medicina y a responsables de los sistemas sanitarios para responder con rigor a estas cuestiones. Bien es verdad que el caso de los niños contaminados en Francia nos retrotrae a una época en que todavía no eran seguras las técnicas de depuración en la fabricación de hormonas de crecimiento. Pero habría que asegurarse de que los comportamientos que lo hicieron posible no se repitan en otras aplicaciones de la medicina.

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