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Más allá del infierno de Mogadiscio

"Esta experiencia os marcará toda la vida. Habéis tenido la ocasión de demostrar la solidaridad hacia un pueblo que sufre de otro que vive bien y que se permite el lujo de tirar a la basura cosas superfluas que aquí son de primera necesidad". Quien habla así es el general Bruno Loi, el controvertido comandante del contingente italiano de los cascos azules destacado en Somalia."Éste choque", añade, "provoca una crisis de conciencia que obliga a preguntarse si nuestro modo de vida es inmoral. Ahora que volvéis a casa, hablad; hablad a vuestros padres, a vuestras novias, a los amigos, a las gentes de la calle. Hacedles comprender que, aunque sólo sea por una vez, hay que dedicarse a los demás".

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La escena se desarrolla en Balda, uno de los cinco lugares fuera de Mogadiscio donde están acantonados los soldados italianos. El general Loi despide a sus jóvenes cascos azules, soldados de reemplazo que regresan a casa, y da la bienvenida a quienes les sustituyen explicándoles su "filosofía" de la misión de paz.

"Me gustaría que el general Bir, responsable de la Fuerza de la ONU en Somalia (Unosom), viniese a ver esto". Es la única broma polémica -a los mandos norteamericanos y de la ONU no les gusta la manera de actuar de Loi- de una jornada dedicada a la inspección de tropas iniciada en el extremo norte del país.

Hasta aquí no han llegado las polémicas de Mogadiscio, de Roma o de Nueva York. La gente de aquí, los somalíes que viven del pastoreo y de la agricultura, empiezan a acercarse con menos recelo y mayor confianza. Una bomba para extraer agua, un poco de protección frente a los bandoleros, una escuela para los niños, son poca cosa para resolver los problemas de Somalia, pero valen para que hagan crecer entre los somalíes la convicción de que los "invasores" están para echar una mano. Exactamente lo que falta en Mogadiscio, una ciudad arrasada que recuerda la ciudad de Dresde tras los bombardeos aliados de hace 50 años, y en la que nadie hace nada para reconstruir las condiciones de una convivencia que no sea indigna.

La Repubblica / EL PAÍS

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