Iluminación de lo invisible
Desde fines de la pasada década, pero, sobre todo, ahora mismo, es casi imposible asistir a cualquier importante exposición de arte último en la que no esté Bill Viola (Nueva York, 1951), pero he de señalar que, a diferencia de muchos otros colegas que le, acompañan en esta misma suerte de promoción concertada, no se trata en absoluto de un artista simplemente a la moda. Como tampoco me parece que lo específico de su interés artístico esté en el hecho de ser, como actualmente se dice, un videocreador, si bien su competencia técnica y, más aún, su sagacidad lingüística en este medio son verdaderamente relevantes.Continuador de una específica línea estética moderna, como lo es la de la iluminación súbita de lo real -lo que implica poder observar aspectos insólitos, espacial y temporalmente de lo hasta entonces invisible-, Bill Viola también participa de esa tendencia artística actual fascinada por el efectismo y la teatralización de la visión, que me parece adecuado calificar de melodramatizada. Con todo, ni se queda en esa nueva versión de "la obra de arte total" entendida como ópera rock, ni, aún menos, emplea esa moralina pedante que hoy, bajo la especie de un supuesto arte político, satisface tanto la ansiedad de, las clases medias liberales de los países occidentales.
Bill Viola
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 23 de agosto.
Si Viola consigue no caer en estas trivialidades, es, según entiendo, porque, por una parte, la manipulación técnica de los videoefectos es, en su caso, una meditación -me atrevería a decir que muy oriental- sobre lo espectral (aunque sin olvidarnos del Blowing up, de Antonioni), pero también, por otra, porque no ha abandonado el sentido agobiante de lo existencial, algo, por cierto, que me llevaba a recordar, frente algunas de las piezas que exhibe en el Reina Sofía, el precedente de Francis Bacon.
A tenor de lo expuesto ahora en Madrid, creo que bastaría con dos de sus videoinstalaciones -las tituladas Tríptico de Nantes o Los durmientes, ambas de 1992-, para percatarse de ese rotundo vigor expresionista que caracteriza la obra de Viola, hecha icónicamente de gritos y silencios casi tallados, como corresponde a quien fondea en el corazón del ruido vital, que es un grito inarticulado, todo sonido o todo gesto. En este sentido, el acto de nacer o el de morir, el acto de dormir, el acto de existir, ya sea en el primer plano agobiante o en el no menos agobiante fondo de un pozo luminoso, son ruidos o silencios desgarradores que naturalmente se confrontan a las turbulencias ambientales. Es curioso a este respecto que el rumor industrial sea captado, no pocas veces, por Viola como una acústica sumergida, que es la acústica fetal.
Pero no es sólo la visualización melodramática de la existencia, también Viola, en este caso, sobre todo, a través de sus cintas de vídeo, acaricia pictóricamente la textura de las cosas -láminas de agua, cortezas de árboles- o registra con frialdad paisajes urbanos o naturales, a la vez que hace la crónica de los elementos -el fuego, el aire, el agua, la tierra-. Me parece además muy notable y sugestivo el modo con que Viola hace aparecer y desaparecer la figura humana, apenas una instantánea que se funde con el paisaje, como si se trata se de un teatro de sombras fugaces. Con todo, tras esta exposición, se me queda grabada la imagen de una visión del mundo como sumergida, regresiva mente fetal, como una explora ción.de la realidad hecha desde el vientre materno, una imagen muy eficaz para nosotros, que vemos la realidad a través del cristal de un televisor.
Babelia
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