La estrategia "roja"
La autodestrucción del sistema soviético ha dejado a la izquierda europea huérfana de proyecto político propio. Como estamos viendo en este año electoral, ello está socavando la legitimidad incluso de la socialdemocracia menos sospechosa de bolchevismo. Pero donde se ha cebado más el naufragio ha sido en el socialismo heredero del movimiento obrero decimonónico, antaño todopoderoso, pero hoy reducido a un papel anacrónico, que sólo pugna por retener la menguante cuota de poder que le resta en el mercado político. No obstante, la izquierda comunista, coreada por el esnobismo esteticista de los rojos med¡áticos, todavía sostiene sus pretensiones de excluyente infalibilidad política (rivalizando en esto con los demás anacronismos religiosos). ¿Qué hay tras tanta obstinación sin sentido alguno aparente?De creer a ciertos militantes comunistas, se diría que ellos son los únicos altruistas incorruptibles que quedan, dado el puritanismo intransigente con el que denuncian la corrupción de los demás: y fundamentan su purismo en la escasa evidencia de corruptelas protagonizadas por la oposición de izquierda. A este respecto, debe reconocerse, en efecto, que, al margen de algunos episodios aislados (el reciente caso descubierto en Italia o las acusaciones del juez Moreiras contra la UGT en el caso Enatcar), la izquierda más próxima al comunismo ha resistido mucho mejor que las demás fuerzas la tentación de mercantilizar la política: y no es explicación suficiente su lejanía del poder administrativo real, pues incluso allí donde han tenido responsabilidad municipal han sabido ejercerla con mucha mayor limpieza que los demás. Sin embargo, esta evidencia a su favor debe matizarse algo más.
Ante todo, desde su origen en las catacumbas de la clandestinidad, las organizaciones de la izquierda revolucionaria han tenido siempre una financiación su¡ géneris, que no le hacía ningún asco a toda suerte de donaciones generosas y necesariamente opacas. Tanto el oro de Moscú como el impuesto revolucionario o la filantropía de los mecenas rojos, ¿qué eran más que dinero negro, en absoluto diferente al que las patronales entregaban a los partidos conservadores o fascistas? Naturalmente, la excusa justificatoria es la misma que utilizan los guerristas con el caso Filesa: no hay corrupción, pues no hay lucro personal, sino entrega a la causa colectiva. Ahora bien, la prostitución no es menos prostituyente si el dinero recaudado se transfiere íntegramente al proxeneta titular del prostíbulo; de ahí la tiranía con que el partido exige a sus pupilos una entrega total. Por lo demás, al margen de esta cuestión, común a todos los partidos en la izquierda y en la derecha, lo cierto es que el movimiento obrero ha venido teniendo históricamente una doble moral (cosa que no han hecho los conservadores en igual medida, dado su mayor cinismo o menor hipocresía), pues con una mano predicaba y con la otra pedía trigo.
En efecto, el brazo político del movimiento, representado por los partidos comunistas y socialistas, podía presumir ostentosamente de pureza, honradez, altruismo y entrega sacrificada por la causa, porque, a cambio, el brazo sindical, representado por las organizaciones obreras hermanas, ya se encargaba de reivindicar intereses directamente materiales (salariales y sociales), como su explícito objetivo principal. ¿Cómo no iba a parecer el partido totalmente desinteresado si era el sindicato quien se encargaba de monopolizar la defensa del interés lucrativo? Esta esquizoide división del trabajo entre los dos brazos hermanos del mismo movimiento asegura tanto la eficacia material (gestionada por métodos demasiadas veces coactivos y mafiosos) como la legitimidad política (con exhibición farisaica de intransigente rigorismo puritano), pero no sin caer en la más grave ambivalencia moral.
Así, no es extraño que los rojos jueguen con dos barajas: la política, que alardea de ser radicalmente insobornable e incorruptible, y la sindical, que ejerce el chantaje reivindicativo y pone precio a su disposición a dejarse sobornar, firmando pactos sociales neocorporativistas. Pero es lógico que sea así, pues sabemos por Tilly que quien disponga de capacidad de ejercer presión política terminará indefectiblemente por usarla antes o después, pues no reivindica quien quiere, sino quien puede, y la izquierda socialista, como consecuencia de la institucionalización decimonónica del movimiento obrero, dispone de un instrumento organizativo sumamente eficaz desde el punto de vista movilizador, que esgrime oportunamente en su propio interés. Ahora bien, como sabemos por Tilly también, los objetivos estratégicos a los que sirve la movilización de esos recursos tácticos son siempre primordialmente políticos, mucho más que economicistas: la izquierda no se moviliza para acumular riqueza, sino para acumular poder, pues su objetivo último no es otro que la lucha por el poder. Así, incluso recursos tácticos, como las reivindicaciones salariales, que aparentemente obedecen a fines económicos, no son más que medios puestos al servicio de su voluntad de mantener, y a ser posible ampliar, su cuota de poder político.
Ahora bien, aquí reside el problema, pues la izquierda revolucionaria no tiene sentido del poder, sino sólo de la lucha contra el poder. Se ha dicho que el leninismo no es más que una especie de maquiavelismo de clase, donde el partido ocupa el papel del príncipe; pero eso sólo es cierto mientras el partido actúa en la lucha por ocupar el poder; pues, una vez conquistado éste, el partido ya no sabe qué hacer con él, al carecer de sentido del Estado (y el maquiavelismo es sólo la más desnuda razón de Estado). De ahí el fracaso histórico del experimento soviético. El "poder ¿para qué?", se dice la izquierda a sí misma hamletianamente. Mucho más entre nosotros (como ha demostrado Santos Juliá), dada la tradición del sindicalismo anarquista revolucionario, heredada hoy por sindicatos actuales, como la UGT, que se niegan a participar y asumir compromisos o responsabilidades de gobierno para no atarse las manos y así tenerlas libres para seguir luchando por defender su cuota de poder.
En suma, el concepto del poder que tiene la izquierda es el de un poder sectario, que sólo sabe defender intereses de parte: de clase, de secta o de partido; y que lo hace a cualquier coste, incluso en detrimento del interés público. Ahora bien, el problema que plantea este concepto que del poder se hace la izquierda no es el que sea sectario, sino el de su incapacidad para defender el interés público: la izquierda revolucionaria, a consecuencia de su herencia jacobina (empeñada en confundir e identificar lo público con lo privado), carece de sentido de lo público (entendido como arena pluralista), a lo que suplanta por su propio interés privado. Por ello, la razón política izquierdista es necesariamente sectaria; para defender su interés de parte está dispuesta a socavar y degradar el interés público, agudizando sus contradicciones internas si con ello logra afianzar o ampliar su cuota privada de poder sectario.
La izquierda roja obedece así la estrategia colusiva analizada por el segundo Olson, para quien toda coalición de distribución (y la izquierda comunista lo es) prefiere esforzarse antes en ampliar su cuota de un producto social menguante que en contribuir a que crezca éste globalmente (según la típica táctica sindical, que opta antes por el crecimiento de los salarios que por el del empleo). No es extraño, por tanto, que la izquierda necesite estar contra el poder, aunque sea éste el socialdemócrata del PSOE. Y por eso favorece, en el fondo, un Gobierno conservador, contra el que se sentiría moralmente más legitimada para esgrimir toda esa fuerza política, no contaminada por el contagio del poder, de la que Julio Anguita hace tanto alarde.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.