Vaya petardo
Bartomolé / Mendes, Camino, Caballero
Cinco toros de Herederos de Felipe Bartolomé (sexto fue devuelto por inválido), terciados, algunos impresentables; varios, mansos; inválidos, manejables excepto 2º; 6º sobrero de El Sierro, con trapío, manso, flojo, manejable.
Víctor Mendes: pinchazo, otro hondo y estocada (silencio); estocada trasera ladeada y rueda de peones
(silencio). Rafael Camino: pinchazo, media estocada tendida baja, rueda de peones, tres descabellos y se tumba el toro (pitos); pinchazo y estocada perdiendo
la muleta (silencio).
Nianuel Caballero: dos pinchazos y dos descabellos (silencio); pinchazo y estocada (silencio).
Plaza de Las Ventas, 15 de mayo. Octava corrida de feria. Lleno.
Ni los toros, en cuya casta tenían puestas los aficionados sus esperanzas, ni los toreros, que gozaban de la oportunidad de verse anunciados en la isidrada, dieron motivo de complacencia. En realidad, toros y toreros lo que dieron fue una tarde de abrigo. Quiere decirse que pegaron el petardo. Y la afición, tan ilusiona da de principio, abandonó mohina la plaza, con la. sensación de haber sido burlada. "Lo peor es la cara de tonto que se te pone", se oía decir a los aficionados, cuando subían c'Alcalá arriba, cansinos, apesadumbrados, como si estuvieran haciendo el viacrucis y la plaza de Manuel Becerra fuera el Gólgota.
Les habían dado el timo de la estampita a los aficionados. Ganadero, empresarios, especialistas en la bóvida cuestión (y acá mismo, en su momento, también), habían explicado hasta la saciedad que el trapío de los toros se ajusta a la configuración de su encaste; y tan anormal (hay quienes aseguran que tan fraudulento, incluso), es el toro chico perteneciente a ganadería de toros grandes, como el toro grande perteneciente a ganadería de toros chicos. De estas últimas era la lidiada, hierro Felipe Bartolomé, que lleva en su sangre brava la legendaria casta Santa Coloma -pura y embestidora donde las haya-, y produce toros terciados, cortejanos, recortados de esqueleto, pero proporcionados, armoniosos, serios, bien puestos de astas, y ese conjunto conforma un trapío irreprochable.
La afición madrileña, que está impuesta en tauromaquias, encastes y preceptivas taurinas, coincidió en la teoría y aceptó el reto de los toritos terciados o cortejanos en beneficio de su casta famosa, que habría de dar juego en la arena y enriquecer con emocionantes lances los sucesivos tercios de la lidia. De manera que salían por el chiquero santacolomitas tipo espárrago, y la afición contenía su natural inclinación a rebelarse contra los toros chicos, por reverencial respeto a la bóvida causa. El sector del siete, en particular, estaba desconocido. Nadie protestaba allí. Tenía mérito callarse, en aquellas circunstancias, y a algunos ya les iba a dar un deliquio.
Los santacolomitas se veían con el tipo espárrago previsto, en efecto, pero lo que no se les veía era la casta. Salvo el segundo, que resultó manso -y tuvo las reacciones propias del toro manso y encastado- los demás lo mismo podrían haber sido toros de Santa Coloma que del Tío Picardías. Hubo uno incierto que correspondío a Víctor Mendes, mientras el resto embestía al estilo borreguil. Y estaban todos inválidos.
La invalidez de los santacolomitas graciosos se manifestó en diversas versiones. Unos se iban de hocico, otros de escora; los hubo claudicantes de la patita de atrás y de las cuatro patitas a la vez. Estos últimos compadecieron a la afición pues, los pobres, desplomaban con gran estruendo la media tonelada cárnica de sus cuerpos, pillando debajo lo del día de la boda. Se quedaban allí, tumbados y tumefactos, en un mugido de dolor, y habían de acudir banderilleros a levantarlos, tirando del rabo.
Transcurrida media función, ya estaban hartos los aficionados del cuento de los santacolomas y sólo faltó que saltara a la arena uno destartaladillo, cariavacado, de cuello estrecho y de pecho no muy ancho, erizada la pelambrera del testuz y feo con ganas, para que se armase tremendo alboroto. El natural instinto de rebeldía de la afición tanto rato contenido, estalló aquí, protestó airadamente el público isidril, y ambas facciones, de común acuerdo por una vez y sin que sirva de precedente, exigieron la devolución del toro al corral.
El presidente no hizo ni caso. Sólo al final de la corrida decidió retirar al toro inválido, y le sustituyó un sobrero de El Sierro, de más decente aspecto, aunque no mejores condiciones para la lidia. Perpetró anodina Manuel Caballero su faena de muleta y ya alcanzaba los derechazos postreros cuando este toro sustituto. se paró y se sentó a mirar al público. El animalito nunca había visto tanta gente junta, ni tan enfadada.
Banderilleó Víctor Mendes con eficacia al primer inválido y le instrumentó algunos redondos templaditos. Al cuarto lo castigó por bajo tras sufrir dos serias coladas y lo mató con brevedad. Rafael Camino macheteó sin orden ni concierto al manso-encastado santacoloma (sin dominio ni torería, se quiere decir), y al pastueño quinto le administró una larguísima faena ayuna de arte, de ajuste y de vibración. De semejante corte fueron las de Manuel Caballero, quien parece haber perdido aquel gusto y aquella armonía que le facilitaron tantos triunfos en su brillante etapa de novillero. O sea, que ni toros, ni toreros. Vaya petardo pegaron todos. Otra así, y la afición se va al cine. Para siempre jamás.
Babelia
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