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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Excesiva, ebria, hermosa

"Jean Dasté es el padre de todos nosotros", escribió una vez con admirable clarividencia Marcos Ordóñez, a propósito de un no menos admirable film de Bertrand Tavernier, Une semaine de vacances, que le homenajeaba. Dasté dirá poco a quienes no conozcan el mejor cine francés, el de los treinta; baste recordar que era el actor emblemático de dos films que han pasado por derecho propio a la historia del cine: Zéro de conduite y L´Atalante de Jean Vigo, amén de aparecer, entre otros, en Boudu sauvé des eaux, en La gran ilusión, en Le crime de Mr Lange. Nada menos. La cita de Ordóñez no era ninguna boutade: quienes, antes o después, descubrimos L´Atalante sabemos que su límpida huella ya no nos abandonará, que quien se sienta convocado por esa poesía del desgarro amoroso, por la sabia exquisitez visual de un hombre que sabía que el cine es ante todo imagen, quedará marcado para siempre por ese film acuático, brillante, perfecto. Y para siempre llevará dentro un trozo de Jean Dasté.Enfant terrible del cine galo desde que en él debutara con Boy meets girl, hace 10 años, Léos Carax también ha dado prueba de su conocimiento de esa parcela capital del cine de su país, del cine del "realismo poético", de Vigo, de Carné, de Duvivier, del mejor Renoir. De su estética, de sus temas, de su arrebatada poesía trágica: el azar a destiempo, la felicidad imposible, la banlieu popular habitada por esos héroes que viven en los márgenes porque, en la mejor tradición de la tragedia clásica, han perdido en favor de los dioses y, mientras la muerte llega, deben conformarse con el provisional refugio de unas mujeres tan solas, patéticas e indefensas como ellos mismos.

Los amantes del Pont Neuf

(Les amants du Pont Neuf). Dirección y guión: Leos Carax. Fotografía: Jean-Yves Escoffier. Producción: Christian Fechner, Francia, 1991. Estreno en Madrid: cine Alphaville (V. O.).

De eso, pero llevado al paroxismo, también habla Los amantes del Pont Neuf. Film megalómano y a veces escorado peligrosamente hacia el exceso, la controvertida aventura de Carax -el fim más caro de la historia francesa- es igualmente deudora de los modos de hacer del cine de los treinta, que privilegió el encierro del estudio frente al aire libre, aunque estuviera hablando de realismo. Pero Carax sabe que, como es obvio, su narración ya no puede ser la misma, de ahí que recargue el film con numerosos símbolos que pretenden dar espesor, a veces irreal, acartonada solemnidad a los amores extraviados de un pordiosero y una mujer condenada a la ceguera. El ojo tachado, ausente de Juliette Binoche es aquí muchos más que una referencia casual, como lo es la cojera de Denis Lavant -el Dasté de Carax-, la visita al Louvre y a Rembrandt o un puente, nada menos que el más emblemático de París, roto y barrado como un amor imposible.

Excesos, pues, y muchos: como la secuencia de la borrachera y el cambio de tamaño de los objetos -¿homenaje a Méliés?-, toda la absurda persecución de los carteles de ella, la atrabiliaria violencia del tercero en discordia, el clochard Hans. Pero debajo de ésto, que también está, subyace otra cosa que hace de Los amantes, por fortuna, un film estimulante, gozoso; una suerte de montaña rusa por la cual hay que dejarse deslizar para disfrutar, al mismo tiempo, del vértigo y el horror, y de la belleza desbordada de lo imprevisto. Y ese elemento es el que equipara a Carax con sus maestros: su innata capacidad para ver el cine -y consecuentemente, para hacer ver- como el libre ejercicio de la pasión.

Y es que Carax no duda, se lanza siempre a tumba abierta, en el exceso, en la ebriedad de su cámara enloquecida, sí, pero también en la belleza de la planificación de algunas secuencias de deslumbrante perfección: la presentación de los dos personajes principales, la más imaginativa vista en tiempo; la persecución febril por los pasillos del metro de los sonidos de un violonchelo; el arrebatado baile en el puente mientras, a lo lejos, los fuegos artificiales del Bicentenario estallan en su policromía fugaz. Claro que hay frases redundantes tics pedantes, ampulosidad en algunas forzadas soluciones de puesta en escena.

Pero todo lo salva Carax, rara avis en el edulcorado y previsible cine de hoy día, siendo como es: imprevisto, torrencial, carente de cálculo. Como la propia vida.

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