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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Quíoscos de ayer

Me lo habían dicho, pero no me dolió la ausencia hasta que una tarde de primavera, aunque otoñal, nubes y melancolía, fría la atmósfera, cuando iba en autobús camino de la Puerta del Sol, al pasar por delante de las Ventas, vi que habían desaparecido los quioscos de bebidas que daban cobijo al aficionado, alivio del caminante y excusa y querencia a cuanto pícaro mindungui revolotea por los alrededores y recovecos de la plaza de toros.En uno de aquellos quioscos hacía tertulia Santiago Amón, que con verbo certero y enriquecido conducía a sus contertulios. La última imagen que tengo de él es toreando de salón con la mano izquierda, una noche de la feria de otoño, tras la deslumbrante y mágica faena de Rafael de Paula. El ilustre crítico de arte y escritor corría la mano izquierda y templaba el pase con su voz grave y sonora.

Entre los que paraban por su tertulia se podía encontrar al pintor Antón Lamazares, buen artista y persona con sentido del humor, siempre excelente conversador; a Carmen Esteban, que resumía lo sucedido en la plaza en dos líneas justas y encendidas, o a Pepe Campos, con un buen puro habano entre los dedos y los datos precisos y nítidos sobre la lidia siempre a punto, comprometido en sus juicios, que nunca torea fuera de cacho.

Allí también vi por última vez a, don José de la Cal, hombre cabal del mundo del toro, cráneo privilegiado en el estudio de ganaderías y encastes, que fuera profesor de la Escuela de Tauromaquia de Madrid. Un hombre sabio que daba gusto oírle, pues, rara avis en el mundo del taurino, dialogaba e impartía sus razones sin hacer apología ni reclamar adeptos.

Esa tarde, don José estaba dibujando en el lienzo del aire los pases de la magnífica faena de Fernando Cámara, cuando de novillero toreó al natural de manera soberbia, la franela arrastrada por la arena triscando gloria. Estuve entonces por acercarme a saludar a don José y pedirle no sé qué consejo, y no lo hice; el próximo domingo, pensé, le saludo. Y aquella postrera tarde en que vi al maestro aficionado quedó enchiquerada en mi memoria.

Los añorados quioscos fueron además, en tarde lluviosa, refugio de quienes quisieron poner un par al quiebro a la tormenta traicionera y se habían olvidado del paraguas, tal vez estoque simulado o apuntador del redondo, que para todo puede servir en el momento de la tertulia. Al salir de la plaza, los parroquianos o adeptos cumplíamos haciendo la primera estación en cualquiera de los dos quioscos, rodeados de aficionados y acompañantes.

Aquello, al terminar la corrida, era una colmena bulliciosa, enardecida y generosa de parla, y los distintos corrillos no necesitaban vídeo para saber cuántos y cuáles fueron los pases de tal faena, para recordar las características zootécnicas del quinto burel o trazar el trincherazo que meció a la plaza y crujió en los abismos. Las imágenes estaban ardiendo a cincuenta metros, aún quemaban la arena del ruedo de fachada mudéjar.

Por eso, ¡ay!, en estas líneas va mi homenaje a los quioscos que fueron y se esfumaron cuando la década de los ochenta claudicaba. No sé cuántos cafés y vasos de agua, que mitigaban mi sed de arte y vida, habré trasegado a su vera, antes de entrar por cualquier puerta de la plaza de toros de Las Ventas, con la entrada en la mano, mendigo de sueños, mientras rumiaba del cartel y de los toros apuntados, escaleras arriba...

Miguel Ángel Cuadrado es aficionado.

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