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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Retoques selectivos

COMO LA democracia respecto de los sistemas políticos, la selectividad pasa por ser la menos mala de las pruebas conocidas para acceder a la Universidad. Sin embargo, ello no impide, en absoluto, que los estudiantes no luchen por su supresión. Al fin y al cabo, no deja de ser un mal trago, sujeto en gran medida a factores aleatorios que escapan al control del que los padece, que marca ese momento académica y personalmente tan significativo como es el paso del estudiante desde el nivel de enseñanza media hasta el superior.Pero si el cambio de modelo puede no ser aconsejable, sí lo es el de muchos de sus mecanismos. De lo que se trata y persigue es de objetivar al máximo las pruebas, de dar las mismas oportunidades a quienes han de someterse a ellas y, en definitiva, de reducir al mínimo el grado de aleatoriedad que hoy resta credibilidad al sistema. Es lo que ha pretendido el Consejo de Universidades celebrado la semana pasada en Las Palmas con las modificaciones que ha introducido en la prueba de acceso a la Universidad a partir del próximo mes de junio. ¿Se conseguirán tales objetivos? En todo caso, los retoques dados a la selectividad mejoran su actual desarrollo, no sólo aumentando la objetividad de las calificaciones, sino haciendo que éstas sean menos concentradas y agobiantes que ahora.

Entre otros, los elementos de transparencia y racionalidad que persiguen las reformas propuestas son: que los ejercicios sean corregidos exclusivamente por especialistas en la materia y que las universidades publiquen los criterios específicos de corrección en el momento de realizar la prueba o que los alumnos puedan solicitar la revisión del examen. Unos elementos que nunca deberían haber estado ausentes de una prueba social y académicamente tan trascendente como la de acceso a la Universidad.

Claro que los problemas de fondo vinculados a la selectividad no se resuelven con la reforma de la prueba. Seguramente tampoco con su supresión, como a veces se afirma con más emoción que reflexión. Simplemente porque son externos a ella y, en consecuencia, es ilusorio pensar que puedan solventarse con un simple cambio en su estructura y desarrollo. Los males que constituyen un permanente motivo de preocupación para los jóvenes y sus familias derivan más bien de los desequilibrios producidos por el desajuste entre la demanda de plazas escolares (muy concentradas en las carreras de las que se intuye mayor facilidad para el empleo) y la oferta, que sólo puede variar, en condiciones de una mínima calidad, lentamente a causa de la dificultad en formar nuevos profesores. Todo se complica aún más por el desajuste añadido entre esa oferta y las necesidades del mercado.

Una solución aceptable de los desequilibrios de fondo debería estar íntimamente vinculada a la orientación de la política educativa y, sobre todo, al modelo de desarrollo económico. Por mucho que se retuerzan los métodos de selección de los futuros universitarios es imposible eludir el imperativo de distribución de una demanda de estudios superiores en rápido crecimiento, que ha llevado a nuestro país a tener una de las tasas de universitarios más altas de Europa. De ahí que una política educativa orientada a hacer de la formación profesional una alternativa real a los estudios superiores para los jóvenes que acaban la enseñanza secundaria sea una de las formas más razonables y factibles de paliar la situación. Claro que esta política educativa actuaría en el vacío sin la existencia de una fuerte presión del sistema productivo capaz de hacer de la formación profesional una opción laboral socialmente valorada además de esencial para mejorar la competitividad de nuestra economía.

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