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Sin sevillanos no habría Maestranza

El marco arquitectónico del espectáculo nunca es indiferente. Las ciudades en las que éste se alza, tampoco. Los edificios nacidos para usos culturales o espectaculares han sido conformados por el ser de las ciudades en las que se han construido, y a su vez han ido conformando, a través del saber estar y ver de un público expresado como colectividad precisamente por ese recinto, lo que en ellos se ha representado.Este diálogo entre los seres y las cosas da como resultado la plenitud de oír a Verdi en La Scala, de ver a Molière representado en la Comedie Française o de presenciar una corrida de toros en la plaza de la Real Maestranza de Sevilla. Evidentemente, Verdi siempre es Verdi y Molière siempre es Molière, en Milán, en París o en Bangkok. Pero nunca lo son más que en aquellos espacios concebidos para albergarlos, o a ellos vinculados por una historia centenaria. El edificio se erige de esta forma en intermediario significativo entre una ciudad y el hacerse y percibirse de la función.

La plaza de toros de la Real Maestranza de Sevilla ha sido hecha por Sevilla, por su ser cultural expresado en unas determinadas formas arquitectónicas; y éstas, a su vez -resumen, culmen, síntesis transmisible y objetivada de ese ser de la ciudad-, han ido conformando una actitud ante el toreo y una forma de practicar este arte. Las tres cosas -la plaza y la forma de estar y de torear en ella- son una misma. Nada más falso, pese a la nobleza de su origen, que el tópico de "la maravilla: Sevilla sin sevillanos". Sin los segundos no hay la primera, y ésta es en todo expresión del ser de éstos. Sin sevillanos, como colectividad que en el tiempo ha construido una ciudad, no hay Sevilla, ni Maestranza, ni valoración del toreo como arte ingrávido, ni silencios que dejen oír juntos el canto de los pájaros del Arenal y el resoplar de la bestia herida. Nada.

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