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El viejo Budd todavía cabalga

El viejo Budd Boetticher es historia viviente y, desde hace decenios, historia callada, escondida, del cine.Nunca hizo -ni quiso hacer cuando pudo hacerlo- grandes películas de relumbrón y escaparate, sino siempre pequeñas películas de trastienda: ese inagotable tesoro de imaginación, libertad e inteligencia que se esconde en los polvorientos almacenes del viejo Hollywood pobre, aquel que con 100. 000 dólares metía en latas cien veces más cine, que los 100 millones que los estudios destinaban a las superproducciones de prestigio.

Hace 40 años, mientras Hollywood volcaba millonadas en babilonias de escayola, Boetticher huyó. de allí y se fue, como los eremitas bíblicos, a las colinas de los desiertos de Arizona y California. No fue solo. Se llevó una docena de caballos. Se llevó una cámara y detrás de ella a un genio de la luz llamado Lucien Ballard. Montaron los caballos unos cuantos actores con rostros tallados en piedra: Randolph Scott, Richard Boone, James Coburn, Ernell Roberts, Lee Marvin, Glenn Ford, Lee van Cleef, Henry Silva. Y en una caravana montó su despacho un formidable escritor de escuetas fábulas del Oeste llamado Burt Kennedy.

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Hizo este grupo errante una decena de westerns en los que se comprimen en 15 horas los 50 años de forja, a través de miles de películas, del gran rito westerniano. Estas obras magistrales desencadenaron la rica y malhumorada vejez de este género genial e inagotable desde el legendario Duelo en la Alta Sierra, de Sam Peckimpah, a la reciente sacudida de luz negra del inolvidable Sin perdón, de Clint Eastwood.

Detrás del triunfo de Eastwood está agazapada la sombra de Boetticher, empujando a su discípulo desde las secas imágenes de Estación comanche, Los cautivos, La cautiva del desierto o Siete hombres para la horca, películas escuetas, ascéticas, de apariencia ligera, pero cuyo soplo -casi un vendaval- de aire libre se sostiene en la densidad de unos cimientos de roca: un estilo conciso, matemático. El viejo Boetticher no era todavía viejo cuando, como él cuenta, cambió el Rolls-Royce por una camioneta cargada de jaulas de gallinas y, en la década siguiente, huyó como la peste de la conversión de Hollywood en una fábrica de fórmulas, de caramelos y de trucos visuales, gobernada, no por cineastas, sino por ejecutivos e una oficina de marketing con tentáculos en todo el mundo.

Ahora, a la sombra de Clint Eastwood, el viejo Budd se escapa de su granja yviene a España en busca de caballos, a ver si son capaces de cruzar, después de 309 años de silencio, desiertos contaminados y convertidos en basurero.

El equipaje poético y artístico de este extraordinario cineasta clásico sigue plenamente vigente, quizá más que nunca, porque viene ahora a llenar carencias y a devolver al cine de Estados Unidos lo mejor de sí mismo, hoy muerto, y cuyo hueco sólo creadores solitarios como él, Eastwood o Robert Altman pueden todavía llenar.

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