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Tribuna
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Dos transiciones

Cuando hace algún tiempo leí la noticia de que una delegación española visitaba Moscú y organizaba una especie de seminario para explicar allí el modelo español de transitar a la democracia, posiblemente con las buenas intenciones de poner lo nuestro como ejemplo a seguir, pensé de inmediato que se cometía un doble error.Por una parte, se volvía a caer en la secular tendencia hispana de dar lecciones al mundo. Curiosamente, un país como el nuestro, que lleva transitando desde comienzos del siglo XIX y en el que todavía no se ha elaborado una teoría seria sobre la transición. Ya en las Cortes que partean nuestra primera Constitución de 1812 se oyen voces de autoalabanza a la obra realizada, destacando el consenso habido entre conservadores Y liberales. Como es sabido, dicha obra duró lo que tardó en volver del exilio Fernando VII. El bullanguero pueblo de Madrid cambió pronto los "vivas a la Pepa" por los "vivan las cadenas". Y El Deseado dio de inmediato marcha atrás. Así fuimos ya entonces. Leyendo los diarios de sesiones de nuestras múltiples Cortes Constituyentes, encontramos siempre lo mismo: "La gran lección que hemos dado al mundo". Desde la permanente consideración de ombligos de la Tierra y bajo la nostalgia del imperio que fuimos, el empeño se repite una y otra vez. Volvimos a dar lección en la instauración de la Segunda República en 1931, que, si bien vino sin gota de sangre, acabó con miles de hemorragias sólo cinco años más tarde. Y, por supuesto, en 1978, al terminar nuestra actual Constitución, de nuevo el gratuito papel de nuestra transición como ejemplo. Nunca nos hemos detenido en pensar que somos nosotros quienes, de una vez por todas, debemos aprender la lección y que al resto del mundo le importamos más bien poco.

Y en segundo lugar, comparar nuestro caso con lo que estaba ocurriendo en la todavía URSS era, sencillamente, y, utilizando el castizo, confundir el culo con las témporas. Se perdió, una vez más, otra excelente ocasión para guardar silencio y, de paso, tocar madera.

Con el fallecimiento del anterior jefe del Estado, en nuestro país lo que se pierde y desaparece es exclusivamente una situación de régimen autoritario basado en el poder personal de su fUndador. Un régimen que, desde el principio, había carecido de una estructura ideológica clara y medianamente seria, ya que lo que se construye tras la guerra civil es mero conglomerado de tópicos venidos de muy diversas avenidas: Falange, carlismo, nacionalismo, catolicismo, etcétera- Por ello, el régimen pudo ir adaptándose a las circunstancias con el paso del tiempo. Era muy poco lo intocable: el poder personal del caudillo indiscutible, el anticomunismo, la negación de los partidos políticos y la uniformada defensa de la unidad nacional. Muy poco más. Al final del franquismo nadie creía en lo de la reserva espiritual de Occidente, el peligro de la masonería, el sindicato vertical o la democracia orgánica. Todo lo más, los teóricos del régimen hacían cabriolas para distinguir entre el Movimiento comunión y el Movimiento organización.

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Fallecido en la cama el general, había claros elementos que iban a facilitar la transición. Un Rey al que el Ejército obedecería entonces y luego, precisamente porque lo había designado Franco y que es quien, desde su autoridad moral, encauza el caMbio. Un modelo de economía capita lista construido en los años de las vacas gordas, los felices años sesenta. Y, claro está, una nueva clase media que no quería correr riesgos que pusieran en peligro lo hasta entonces conseguido. No digo que todo fuera fácil, que no lo fue. Digo que se allanaba el camino. Hasta la Iglesia católica hacía tiempo que había iniciado el despegue. Quedaba, eso sí, la mentalidad. No la ideología. Pero con sólo la mentalidad era posible transitar. Desapareció el franquismo como régimen político, pero no la mentalidad franquista, que, en gran parte, anda todavía por ahí vivita y coleando.

Nada de esto, así brevemente expuesto, tenía que ver con la URSS. Más allá del telón de acero entran en solfa nada menos que tres cosas de evidente importancia. Una concepción marxista del mundo y de la democracia, es decir, una construcción ideológica que, aunque no se comparta, tenía fuerza, experiencias, doctrinas y autores. Un sistema económico de claro dominio estatal que acaba manifestándose inválido ante la presión del contexto capitalista de sociedad de consumo. Y, en fin, un falso federalismo que no se tenía - en pie más que por la férrea estructura de un partido totalitario. ¡Ahí es nada la diferencia con España!

Los últimos acontecimientos en la otra segunda potencia mundial están poniendo de manifiesto las dificultades de esta otra transición. Las vio y predicó con acierto Gorbachov, pero el Occidente le negó el pan y la sal. No logra vencerlas Yeltsin, personaje que inspira poca confianza por su talante, pero a quien, vaya usted a saber por qué, Estados Unidos y su nueva Administración parecen apoyar sin reserva. Y es que, frente a la debilidad de la ideología del franquismo, la gran patria rusa tiene que dejar atrás la afirmación marxista-leninista que elabora toda una concepción de la historia, del presente y del futuro. Una concepción en que la verdad política está ya fijada de antemano y a la que, frente a lo que ocurre con el relativismo de la verdad política en la democracia liberal, si ambas cosas, teoría y práctica, chocan, es la segunda la que hay que someter y acomodar a lo absolutamente definido. El error está siempre en la realidad, nunca en la teoría. Por eso allí la libertad se proclama como real y el Estado está llamado a ser espejo de una sociedad homogénea y no pluralista en la suma de intereses. Y por eso, el partido es algo también radicalmente distinto: vanguardia y conciencia del proletariado y no mera agencia canafizadora de la diversidad. No hay más crítica que la que se realiza dentro del mismo partido y tras la conquista de ese hombre nuevo comunista que la democracia marxista ha de ir creando. No es posible olvidar que, pese a los posibles deterioros y corruptelas, los creyentes en estos supuestos siguen ahí. No ha habido ni tiempo ni revolución que los suprima de un plumazo.

Frente a la aludida burguesía alegre y confiada que el franquismo ha visto nacer y consolidarse en su seno, la transición se hace en la URSS desde el fracaso de una economía estatalizada que sólo pobreza había conseguido repartir. Quizá estamos ante el punto crucial. Cuando el papá Estado deja de suministrar lo esencial para ir tirando, la competencia del mercado origina la desigualdad y el hambre. Y cuando los pueblos tienen hambre se agarran a todo: el inmediato pasado, el fascismo supuestamente redentor, la violenta explosión... Lo que sea. Como nada o casi nada se tiene que perder, todo vale siempre que los frutos llenen de inmediato los estómagos. La capacidad de riesgo puede Regar hasta la nostalgia, sin olvidar la condena para quienes predican un cambio que, de momento, únicamente miseria y sacrificio tienen por oferta.

Y, en fin, frente a la patria unida desde hace siglos que sostenía tanto al franquismo de entonces como a la democracia de ahora, el cambio en la URSS evidencia de inmediato la debilidad de un federalismo que no era tal. Que partía de la superioridad de una de las repúblicas y se sostenía por la artificial vertebración de un partido que todo lo podía. Por eso, desde el comienzo mismo de aquella transición, reverdecen los nacionalismos y sus apetencias de independencia. Cada uno por su lado y, lo que resulta realmente grave, incluso algunos con sus buenas cargas de material atómico. El gran peligro en muchas manos y como amenaza poco controlada.

Todo esto y mucho más acompaña a esa otra transición tan lejana y distinta. Con el sable sin un mando claro al que obedecer y dudando a estas alturas hacia qué parte inclinarse. Posiblemente no hacia la más democrática, sino hacia la que mejor lave su imagen de ' ejército humillado en el tránsito. Con una feroz lucha entre los poderes establecidos y sin una sociedad realmente convencida de que la empresa bien ha merecido la pena.

Para nosotros, la consecuencia debe aparecer clara. En el futuro, guarden silencio los exportadores de modelos de transitar. Y reserven las supuestas lecciones de ejemplaridad para nuestro sistema educativo, nuestros partidos y sindicatos, nuestras instituciones, nuestros talantes y nuestra propia sociedad. Estoy seguro de que nos irá mejor.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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